
El fuego es, sin duda, un gran protagonista de algunos momentos de la vida, con frecuentes manifestaciones en el mundo del arte, en cualquiera de sus manifestaciones, incluidas, por supuesto, las artes escénicas. La mujer en llamas, película y cuadro a la vez, o la danza del fuego de El amor brujo, son buenas manifestaciones de ello. También es principio o fin de numerosas historias que andan En busca del fuego como la de Rebeca o Juana de Arco. Y, en más de una ocasión, se utiliza en sentido figurado, como La hoguera de las vanidades o Bornout, sin más. Precisamente de ese sentido figurado nos vamos a ocupar hoy.
En nuestro teatro, el fuego tiene sus implicaciones, como las tiene en la vida misma, tanto en sentido literal como figurado. Cometer un homicidio por medio del fuego convertía este en asesinato, en la redacción del Código anterior, y hay además varios preceptos destinados a castigar el incendio con diferentes penas, incluso muy elevados, según sea el peligro para personas o bienes y según sea, también, el resultado producido.
Pero hoy no vamos a ocuparnos de los daños por fuego en sentido material, sino de algo mucho más sutil. Que tampoco es el simbolismo de arrojar a la hoguera todo lo que sobra, algo de lo que sabemos mucho el pueblo valenciano. Ya hemos dedicado más de un estreno a mis queridas Fallas y hasta hicimos nuestra propia Cremà para tirar a la hoguera un montón de cosas. Y esperemos que el dichoso coronaviorus nos deje pronto volver a hacerlo, que ya nos debe unas fallas y no quisiera sumar otras a las deudas de esta desgraciada pandemia.
Hay otro modo de quemarse. Aunque el diccionario de la RAE no lo admite, el término burnout viene usándose desde hace mucho para referirnos a un fenómeno que el habla popular describe como estar quemado o fundido. El síndrome de burnout –qué bonito queda todo cuando se antepone el término “síndrome”- se define como un tipo de estrés laboral, un estado de agotamiento físico, emocional o mental que tiene consecuencias en la autoestima, y está caracterizado por un proceso paulatino, por el cual las personas pierden interés en sus tareas, el sentido de responsabilidad y pueden hasta llegar a profundas depresiones. Casi nada.
Seguro que más de una y de uno de quienes transitamos por Toguilandia al leer esta definición se ha sentido identificado en mayor o menor medida. Y es que, aunque suele relacionarse con profesiones como la medicina o la enfermería, en nuestro escenario jugamos muchas papeletas para que nos toque este ardiente premio. Y, como es sabido, cuando mucho se juega, muchas posibilidades hay de ganar.
No pretendo hacer psicología que tengo bien aprendido lo de “zapatero a tus zapatos”, pero sí contar algo que pasa, o que puede pasar, para detectar las señales y tomar medidas antes de que sea tarde. Porque esa quemazón puede repercutir directamente en nuestros público, el justiciable y de un modo muy especial en el modo de tratar a las víctimas. Y eso no nos lo podemos permitir.
Semejante síndrome está muy relacionado, según dicen, con las profesiones vocacionales. Esa característica nos pone, sin duda, en la primera línea de aspirantes a padecerlo. Porque, sean cuales sean las razones que nos llevaron a elegir una profesión jurídica, hemos de reconocer que la mayoría tenemos una vocación que no se nos puede alcanzar. Y no solo eso. Tenemos además en muchos casos, una subvocación por una parcela específica que nos puede convertir en pasto de las llamas, directamente. Materias como Menores o Violencia de género son particularmente susceptibles de ello.
Cuando las llamas del bornout aparecen, lo primero que tratan de llevarse es la ilusión. Hay que aferrarse con mucha fuerza a ella, porque si desparece es nuestra perdición, Más nos vale colgar la toga y poner una churrería, que también necesita del calor, pero de otro tipo.
Con la ilusión, como no podía ser de otro modo, se lleva las ganas, sus primas hermanas. Si nos cuesta una eternidad levantarnos y enfrentarnos con esa declaración, ese juicio o ese informe que tenemos pendiente, hay que alarmarse. Que, aunque todo el mundo quiera descansar de vez en cuando, querer hacerlo siempre se pasa de castaño oscuro. Bombilla roja encendida, y hay que hacer algo.
Hay que estar alerta. Y buscar solución, a ser posible, que a veces la necesidad de ganarse el pan nuestro de cada día, y más aun virus mediante, no lo pone fácil. A veces, bastan con unas simples vacaciones, pero de las de verdad, no como las pasadas no vacaciones de no-verano. Pero otras hay que cambiar de chip y hacer un salto mortal si es necesario. Cambiar de especialidad, de jurisdicción o de materia. E Incluso de profesión, en casos muy extremos. De ahí lo de hacerse churrera, vaya, aunque vale peluquera, tornera fresadora o experta en la cría del calamar salvaje.
Esperemos que no haga falta llegar a tales extremos. Por eso, es importante que quienes renuevan cada día la ilusión y luchan contra las llamas del cansancio reciban nuestro aplauso. Así que ahí va el de hoy. A modo de bombera.