Glamour: sin leyes no hay paraíso


                ¿Quién no ha evocado alguna vez la época dorada de Hollywood, con sus actrices llenas de glamour y sus maravillosas alfombras rojas? ¿Quién no ha deseado transportarse a aquella época, aunque solo sea por un instante? Seguro que alguna vez hemos soñado ser protagonistas de Lo que el viento se llevó y pasear con nuestro miriñaque por Tara o con nuestros maravillosos vestidos ajustados y tacones de vértigo en fiestas y entregas de premios. Aunque luego muchas de esas cosas no dejen de ser algo hueco, y acabe llegando El ocaso de los dioses o se imponga la realidad implacable de Eva al desnudo. Por supuesto, lo que ni entonces ni ahora podía faltar eran los vestidos maravillosos, las joyas inasequibles, los tacones infinitos. Sedas, tafetanes, lentejuelas, plumas y encajes son el envoltorio de un talento que ha de existir. Porque si falta la joya, el estuche no sirve para nada.

                Nuestro teatro también tiene su pasarela y su alfombra roja, aunque nada tena que ver con festivales de cine y fiestas de la farándula. Aquí somos más de una sobriedad tan acentuada que resultamos de lo más aburrido. Por eso, desde este escenario siempre se ha apostado por tirarnos la manta a la cabeza y toguitaconarnos como mejor parezca a cada una, tratando de quitar caspa a este mundo negro negrísimo. Aunque en estos momentos, con lo de la dispensa de togas, el toque de color vaya llenando las salas de vistas.

                Pero lo que no podemos olvidar nunca es lo que dice un refrán castizo: el hábito no hace el monje. Y ni la toga o la ausencia de ella ni un look maravilloso suplen a la preparación y al estudio. Eso no quiere decir que no haya que mantener las formas, y no sea de recibo aparecer sin un vestuario adecuado. Del mismo modo que una no se pone toga para ir a la playa, no se pone bikini para ir a juicios, ni tampoco chándal -ni siquiera con tacones, como Maritirio-, del mismo modo que no se va al gimnasio con traje de chaqueta. La imagen puede ser importante, pero no deja de ser un complemento. Sin leyes no hay paraíso posible en Toguilandia.

                ¿Por qué me dio hoy por recordar algo que parece obvio? Pues porque, según leo, no es tan obvio como parece. Leo los “consejos” que una señora abogada a la que llaman “reina del divorcio” en Gran Bretaña da a sus jóvenes pupilas y me quedo que si me pinchan no sangro. Porque la señora en cuestión les habla de ser sofisticadas, de vestir de determinada manera, de peinarse y de maquillarse como si se tratara de lo más importante, en lugar de serlo preparar y estudiar los asuntos y conocer las leyes al dedillo. Pero lo que más cardíaca me pone es que la señora en cuestión le dedica estas perlas a las jóvenes aprendices, y no a ellos, que se ve que con ponerse una corbata apañada van que vuelan. Porque ahora ya ni el buen afeitado del que hablaba mi padre, que hay barbitas, incipientes o pobladas, que son lo más.

                No es que yo tenga manía a ir vestida de una manera adecuada, que soy muy del “donde fueres haz lo que vieres” pero invertir los términos y primar la forma sobre el fondo, dice muy poco de la buena señora, aunque todavía dice menos de quienes la eligen para llevar su pleito basándose en tan superficial criterio. Tal vez cuando las cosas no salgan como es debido, recuerdan a aquella chica que no iba tan maquillada y cuya melena no era tan espectacular pero que era sabia y eficiente.

                Y es que una se cree que hemos avanzado mucho en materia de igualdad, y en seguida viene alguien a darle el disgusto. Que confieso que todavía no se me ha pasado el que pillé cuando se formó el actual gobierno, con mayoría de mujeres, y muchos medios de comunicación -incluso los pretendidamente serios- se dedicaban a comentar sobre su mejor o peor gusto para vestir, sobre la calidad de su maquillaje e incluso sobre su vida privada. Algo de lo que, desde luego, están exentos los caballeros, que da igual lo que se pongan, con quien compartan techo y lecho -salvo que haya que meterse con ella claro- o como decía Perales, a qué dedican el tiempo libre.

                Aun se me abren las carnes cuando recuerdo las entrevistas a dos miembros recién elegidos del Consejo General del Poder Judicial, una mujer y un hombre. A ella le preguntaban cómo había tomado la decisión de dejar a sus hijos en su ciudad para irse a Madrid. A él, que también tenía hijos, le pr4eguntaban sobre sus proyectos de trabajo. Hace mucho tiempo de esto, pero las mentalidades, ahí siguen, como la de esa reina de los divorcios que se permite dar tales consejos

                Así que, señoras y señores, el glamour está bien pero no es lo más importante. Ni siquiera es necesario, aunque, como diría mi madre, cuanto más azúcar más dulce. Y por eso mismo mi aplauso de hoy va para todas aquellas profesionales que se visten bien porque les da la gana, y no para impresionar a nadie. Que les impresionen sus conocimientos. Porque no hay nada más glamuroso que la inteligencia.

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