Imagen: ser y parecer


espejo

En un mundo como el que vivimos, con una cultura eminentemente audiovisual, pocas cosas hay que importen tanto como la imagen, nos guste o no. Pero esto, que es una constante de la vida actual, siempre lo ha sido para el mundo del espectáculo. La dificultad de triunfar con mucho talento y un fisico poco agraciado es inversamente proporcional a la facilidad de hacer otro tanto con un físico espectacular y una espectacular ausencia de talento. Que se lo pregunten a aquella estupenda Pequeña Mis Sunshine que aspiraba a ser Más bonita que ninguna, con su Cara de Angel.

También en nuestro mundo la imagen es importante. Y no tanto la imagen física como otro tipo de imagen, aunque a nadie le amarga un dulce, e ir convenientemente toguitaconada, tuneada y alicatada es estupendo. Aunque no sea imprescindible ni lo más importante. Algo que algunos medios de comunicación parecen no comprender, cuando dedican gran parte de sus crónicas judiciales a comentar sobre el troller o el bolso de una juez, o que va niquelada de los pies a la cabeza. Algo que por supuesto no ocurre con las corbatas ni el maletín de sus congéneres masculinos, aunque eso sea otra historia, como diría una buena amiga.

La cuestión está en la imagen que damos al justiciable, nuestro destinatario, algo no tan cuidado como debiera. E incluso despreciado, sin pensar que si no gusta lo que se ve en el escaparate, es difícil que nadie entre a ver la mercancía, por fina y exquisita que ésta pueda ser. Y, como reza el dicho, la mujer del Cesar no solo ha de serlo, sino también parecerlo. Aunque desde aquí propugno que se cambie eso de la pobre mujer, y que sea y parezca lo que le venga en gana, que quien se tiene que preocupar de lo que es y parece es el propio César, qué narices. Pero también eso pertenecería a la otra historia a que hacía referencia invocando a mi amiga.

Y como suele ocurrir, de aquellos polvos, estos lodos. Y hoy más lodo que nunca, con la que está cayendo, que una abre el periódico y ya no sabe si está en las páginas de política o en las de tribunales. Pero nos cuidamos poco de construir unos buenos cimientos en nuestra casita, y cuando llega el aguacero nos salen las goteras, las humedades y hasta los champiñones, Por no hablar de las ranas, claro.

Lo primero que deberíamos haber contado es quiénes somos y qué hacemos. A uno u otro lado de estrados, con puñetas o sin ellas, esos señores y señoras que vestimos un batín negro para trabajar somos mucho más que unos engreidos que hablan en clave y viven en su torre de marfil, aunque unos más que otros. Nos dedicamos, lisa y llanamente, a hacer que los derechos que todos tenemos reconocidos sean efectivos. Bien reclamando que se cumplan, bien castigando a quien los vulnera, bien exigiendo la reparación si eso ocurre. ¿Tan difícil resulta de explicar?

Pero claro, no sentamos las premisas y en cuanto viene el tío Paco con las rebajas, ya está el lio armado. Y ahora mismo hay uno armado, y de los gordos. Porque con el aluvión de noticias sobre corrupción y otros desmanes, surgen por doquier los Hamlets obstinados en repetir hasta la saciedad eso de que “algo huele a podrido en Dinamarca”. Y algo hay, desde luego. Por suerte, no tengo la pituitaria anestesiada, auqnue a veces, visto lo visto, bien que me gustaría. Pero el problema viene de la generalización, y cuando pretenden defender que ese “algo” más bien es “todo”.

Ya hace tiempo que en mi carrera venimos hablando de eso que llmamos “fiscales de trincheras”. Que no somos otra cosa que la inmensa mayoría de los aproximadamente 2500 que la conformamos. Esto es, quienes nos mojamos las rodillas toga en ristre cada día, usando la frase de otra de mis compañeras. Pero soy consciente de que en las trincheras de la Justicia no andamos solo nosotros, armados y pertrechados de Códigos, pósits y con suerte, de un ordenador obsoleto. Ahí tienen cabida jueces, abogados, procuradores, funcionarios, forenses y cuantos habitantes tiene Toguilandia. Aunque ahora nos ha tocado pagar el pato a nosotrros.

No, damas y caballeros. Lo crean o no, no me llama el ministro ni el presidente del gobierno cada mañana para ordenarme qué tacones debo ponerme. Aunque al Fiscal General lo elija el gobierno. Ni llama tampoco a jueces ni juezas para decirles cuál ha de ser el color de su chaqueta, aunque también su órgaano de gobierno tenga una procedencia política. Y tampoco creo que nadie llame a un abogado antes de ir a la guardia, se cueza lo que se cueza –si es que se cuece algo- por las alturas.

Cada vez que nos tiramos piedras unos a otros, cargando el tirachinas con acusaciones veladas de parcialidad, de falta de transparencia, de profesionalidad y hasta de vagueria, estamos cargando un boomerang que salpica a todos. Y es la imagen de la Justicia y su credibilidad la que padece. Pensémoslo antes de aplicar la técnica del “y tú más”. La transparencia es mucho más que echar porquería sobre el otro, y debería haber empezado mucho antes de que las cosas se nos vayan de las manos.

Po eso hoy el aplauso no puede ser más que para quienes, con su trabajo diario y constante, ofrecen la imagen de la Justicia que todos queremos. A pesar de todo.

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