Insistir, persistir y nunca desistir. Un lema que no por muy usado resulta menos necesario. Cuando se precisa algo, hay que perseguirlo hasta el final, ser inasequible al desaliento y continuar insistiendo hasta que a una le hagan caso. Es lo que hacen esos directores de cine empeñados en sacar adelante su proyecto aunque se dejen muchos años y casi la vida en ello. O como dijo una en su día una famosilla de pro, conocida por estar en el candelabro, una se deje la piel en el pellejo. Hay que insistir, sea Buscando a Susan deseperdamente, o sea repitiendo que No nos moverán, como cantaba la pandilla de Verano Azul a bordo del barco de Chanquete.
En la carrera fiscal tenemos una obsesión muy grande, una obsesión que nos hizo encabezar un movimiento sin precedentes en contra de la reforma procesal, al que se unieron todos los operadores jurídicos. Se trataba de la entrada en vigor del famoso artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el que fija el famoso límite de instrucción en 6 meses, aunque sean prorrogables en ciertas cicrcunstancias hasta 18, y siempre con petición expresa y dentro de ese primer plazo semestral. Y el que introduce la no menos famosa declaración de complejidad , una suerte de contorsionismo jurídico para tratar de eludir el temporizador de la bomba del plazo.
Por si alguien no se acuerda, anda fuera de Toguilandia, o se ha incorporado más tarde a nuestro reino de togas y puñetas, recordaré que no contentos con el chapucero texto legal, nos obsequiaron con unas directrices que cargaban sobre el Ministerio Fiscal el peso de los plazos, a pesar de no tener destino en ningún juzgado –nuestro destino es la respectiva fiscalía- y no ser nosotros sino los LAJ quienes tienen encomendada la custodia de los autos. O sea, que somos los responsables de un tesoro cerrado con una llave que está en poder de otro. Si a eso añadimos que muchos y muchas fiscales llevan más de un juzgado cuya sede puede estar a muchos kilómetros de su despacho, la cosa se vuelve esperpéntica. Y a ese esperpento es al que nos seguimos enfrentando día a día, con la amenaza constante de que el temporizador nos estalle en las manos. Fue terrible lo de aquellas revisiones para poder acoplar a esa nueva exigencia causas y más causas, sin medios materiales ni personales para hacerlo porque la disposición adicional así lo establecía expresamente. Como si el legislador quisiera darnos un tirón de orejas tal cual si fuéramos críos que no sacáramos el papel adelante por mero capricho en vez de por el colapso que nadie se molestó en solucionar. Pero ahí no acababa la cosa. El tiempo sigue pasando, los plazos acuciando y a mí se me siguen poniendo los pelos como escarpias cada vez que el sistema informático –cuando funciona- me manda una aviso con un triángulito rojo que me advierte de que revise los plazos. Juro que me siento como en las viejas películas de espías, en que el microfilm se audestruirá en cinco minutos.
Se habló, protestó y escribió mucho sobre ello en su día. Más de la mitad de la carrera fiscal firmamos un escrito donde pedíamos su derogación o al menos, el retraso de su entrada en vigor en tanto no existieran medios. Se unieron a nosotros jueces y abogados y más operadores juridicos. Pero fue en balde. Como suele pasar, nos ignoraron. Y es precisamente una de las reivindicaciones concretas que hacemos los fiscales en las movilizaciones. Porque el problema sigue ahí. Aunque ya parece no interesar y nosotros, como siempre, hemos acabado acostumbrándonos a él. Uno más.
En su día se comentó mucho sobre qué pasaría con las causas largas y difíciles de instruir, fundamentalmente corrupción y delitos económicos, en que lo de los 6 meses parece una broma de mal gusto. No se habló tanto, aunque es también terrible, de lo que ocurriría con otras causas como las de violencia de género, donde sobreeseer provisionalmente, el único subterfugio que permite paralizar el temporizador, dejaría automáticamente sin protección a las víctimas, ya que no se pueden mantener medidas cautelares de un proceso archivado, aunque sea con carácter provisional. Y se sacaron, además, de la chistera, esa cosa llamada declaración de complejidad que sigue sufriendo distinta suerte según tribunales y audiencias.
Y tampoco el Tribunal Constitucional nos ayudó mucho. Ante una de las cuestiones planteadas, se limitó a lanzar al aire un pequeño balón de oxígeno, o quizás a lanzar un balón fuera, diciendo que la inadmitía porque no tratánodse de plazos propios sino impropios, no suponían los resultados que el proponente exponía. Faltará conocer si quedan más por resolver, pero ya se sabe eso de las cosas de palacio van despacio.
Pero tal vez sea el momento de hacer balance. La cosa ha traído consigo, además de angustia y presión a quienes trabajmos en esto, algunas prácticas cuanto menos discutibles. La precipitación, que no es lo mismo que la rapidez, que hace que prime la necesidad de quitarse el procedimiento de encima aunque no se haya practicado toda la prueba que podría practicarse Porque parece que lo primordial, según el espíritu de la ley, es hacer las cosas deprisa en lugar de hacerlas bien. Y, en otros casos supone la imposibilidad de practicar pruebas que podrían determinar la diferencia entre absolución y condena. Ahí es nada.
Eso sí, los artífices de la reforma sacaron pecho de lo bien que había ido, aunque fuera a nuestra costa y a pesar de ellos. Y la verdadera lástima es que nunca sabremos el coste que estas cosas ha tenido en la calidad de nuestra justicia, ni los asuntos terminados en absolución porque el síndrome de correprisa impidió que se practicara más prueba.
No nos resignemos. Ahora que las cosas han dado un giro y ha llegado el momento de abrir puertas y ventanas, que el dichoso artículo 324 vuele con viento fresco para no volver jamás. El aplauso lo guardo para entonces, que será cuando inicie una ola toguitaconada para quien le ponga el casacabel al gato.
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