Cada cosa a su tiempo. Algo que oímos a diario, a pesar de que a veces la impaciencia nos consume y cuesta llevarlo a la práctica. Los tiempos de espera son en el mundo del espectáculo tan importantes como las obras mismas. Quien quiere las mejores entradas para un estreno espera pacientemente horas y hasta días de cola, quien es seguidor de una saga espera a que llegue la siguiente entrega y, por supuesto, quien aspira a abrirse un hueco en el mundo de la farándula espera a que algún día llegue su oportunidad, sea Una segunda oportunidad, sea La última oportunidad, o sea la enésima. Y la verdad, cuando de esperas cinematográficas se trata, siempre me vienen a la cabeza esas escenas de películas de antaño donde el futuro padre aguarda en la sala de espera del hospital fumando un cigarrillo tras otro –que raro se nos hace ver eso ahora- a que La cigüeña diga sí, preguntándose eso de Qué esperar cuando estás esperando
Nuestro mundo toguitaconado está lleno de esperas. Grandes o pequeñas, importantes o nimias, largas o cortas, llenan minutos y horas de nuestro día a día. Algunas, en forma de recesos, otras en forma de suspensiones y otras más en meros retrasos que colman nuestra paciencia y a veces son dignas de poner a prueba al mismísimo Job.
Uno de los momentos en que la espera adquiere tintes melodramáticos por su intensidad e importancia, es el que sirve de antesala a nuestra llegada a Toguilandia. Seguro que cualquiera de quienes hayan pasado por la oposición recuerdan ese momento angustioso entre haber terminado el examen y el momento en que el ujier de mi época, el agente judicial o el auxilio actual salen y cuelgan en el tablón ese papelito donde está el veredicto que puede marcar nuestro futuro para siempre. Apto o no apto. Un momento en el que el mundo se para o comienza a girar vertiginosamente. Y, hasta que llega, la espera. Esos paseos interminables por el pasillo de los pasos perdidos, esa sequedad de boca, ese apretar amuletos y mirar una y mil veces a ver si llega el momento. Y, a pesar de que llevamos casi toda la vida ensayando para ese momento, en cada examen de la carrera, en cada prueba a superar, no hay entrenamiento que palíe la angustia de esos momentos. Tanto es así que tengo una compañera que dice que aún siente ansiedad cada vez que ve las puertas verdes y doradas del Tribunal Supremo, aunque sea en una serie de teelevisión.
Pero ahí no acaban nuestros tiempos de espera. La vida en los juzgados y tribunales está jalonada de ellas. Esperar en la puerta a que te toque el turno de hacer el juicio es algo a que abogados y abogadas viven a diario, al igual que lo vive el justiciable.
También vivimos muchos momentos de espera en los juzgados de guardia. Esperar a que llegue el intérprete , por ejemplo, sobre todo si se trata de un dialecto raro, es otro de los momentazos que pone a prueba la templanza. Como lo pone la espera a la llegada de algunos profesionales, como esos pobres letrados y letradas del turno de oficio que van de la comisaría al juzgado corriendo como pollo sin cabeza y que encima a veces tienen que tragarse la bronca de unos y otros porque, de momento, no tienen el don de la ubicuidad. Aunque me consta que siguen pidiéndoselo a los Reyes cada año.
Una de las esperas que todavía me ponen un nudo en la boca del estómago es la del veredicto del tribunal del jurado . Pasas días dándolo todo en juicio y al fin, una vez concluidos los informes finales y entregado a las partes el objeto del veredicto, solo queda esperar a que esas nueve personas decidan si el acusado es o no culpable, y en qué circunstancias. Unas horas o unos días donde estás esperando La llamada de la sala para ir a escuchar cómo ha quedado la cosa. Confieso que yo siempre me imagino a los miembros del jurado deliberando como en Doce hombres sin piedad aunque también confieso que, a pesar de lo que piensa mucha gente, sus veredictos suelen estar llenos de sentido común. Ese rato -o ratos- de espera, pueden darse mientras se aguarda la resolución de cualquier otro proceso, sin duda, pero en pocos se vive con la inmediatez e intensidad que en este tipo de juicios. O, al menos, esa es mi experiencia.
Pero no todas las esperas son de tanta trascendencia, aunque el nivel de desesperación sea considerable. Hay un tipo que vivimos a diario cualquiera de quienes nos dedicamos a este oficio. La espera del rosco. Ese momento en que el ordenador, el programa informático o ambos a un tiempo, deciden que están cansados y nos obsequian con un circulito dando vueltas en pantalla. Generalmente, como manda la ley de Murphy, hacen esto cuando termina un plazo, cuando se trata de una causa urgente o cuando una tiene intención de irse de vacaciones, incluso cuando suceden las tres cosas a la vez. Y hay que contenerse para no coger el terminal y arrojarlo por la ventana.
Y, por supuesto, están los períodos de esperar sentados. O sentadas. Y han sido demasiado frecuentes en los últimos tiempos. Opositores esperando una convocatoria donde las plazas no sean miseria y compañía, jueces, fiscales y LAJs esperando que salga el concurso ansiado, profesionales esperando que creen juzgados y que nos doten de medios materiales y de condiciones dignas para ejercer nuestra función o la ciudadanía esperando que deroguen una ley o que promulguen otra, u otras, que nos coloquen de una vez en el siglo XXI. Y seguimos preguntándonos si es cierto eso de que el que espera desespera. Suma y sigue.
Por todas esas razones, una vez más, el aplauso se lo daré a la paciencia. Eso sí, siempre que no se convierta en resignación, que de eso ya tenemos de sobra.
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4 de julio, o sea, este miércoles. Guardia. A las 9:15, ya tenía cuatro llamadas y todas urgentes, según los que llamaban. Menos mal que uno ya está curtido y a todos les digo: prior in tempore potior in iure. O vísteme despacio que tengo prisa.
Pero si genera estrés.
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