Suspensión: cuando no se alza el telón


suspensión

                Todos podemos recordar aquellos viejos chistes de “se levanta el telón, y sale…”, que todavía siguen circulando en infinitas versiones. Chascarrillos que resumen en unos segundos una función entera, porque se supone que el espectáculo, como dice la canción, siempre debe continuar.

                Pero no siempre es así. A veces, los imponderables impiden que el telón se alce y el espectáculo pueda ofrecerse al público. Si enferman los actores, o hay una avería en el escenario, el espectáculo no puede seguir adelante, y hay que suspender la función. Y, por supuesto, avisar a los espectadores y devolverles el dinero de la entrada, o cambiársela por una equivalente para otra representación, si ellos lo quieren así. Como esos comercios que cuelgan el cartelito de “cerrado por defunción”, que tantas veces hemos visto. Aunque no hace falta ponerse en lo peor.

                Muchas razones pueden llevar a que la función no tenga lugar, o a que no tenga lugar el día y hora anunciados. Y eso también ocurre en nuestro teatro y, por desgracia, muchas más veces de las que quisiéramos. Con la consiguiente contrariedad del público, que se tornará en enfado si nadie les compensa, y en monumental cabreo si ni siquiera les dan una explicación, ni un triste cartelito.

                Y eso nunca debería ser así. Es comprensible –o, al menos, aceptable- que motivos poderosos impidan que el juicio se celebre. Pero lo que no es en modo alguno comprensible es que no se explique a los afectados, y que testigos, o víctimas, o intérpretes, o abogados se queden con tres palmos de narices después de haber perdido su tiempo y muchas veces una jornada de trabajo.

                Como decía, las causas de suspensión pueden ser muchas, desde una enfermedad de cualquiera de los protagonistas hasta la incomparecencia de cualquiera de ellos. Otras veces, son razones de tipo técnico, como cuestiones que no se han podido resolver o pruebas que no se han podido practicar, y también, en ocasiones, es por algún error de cualquiera de los profesionales que intervenimos, que errar es humano, máxime cuando se trabaja al límite y el volumen de trabajo crece sin que lo hagan los medios para afrontarlo. Es lo que hay.

                Pero cuando nuestra función se suspende, le debemos una explicación al público, y tenemos que cuidar de dársela. Y también debemos –o deberíamos- cuidar de que se les compense adecuadamente, y de que puedan asistir a la función nuevamente en fechas próximas. Algo que parece fácil, y puede convertirse en casi un milagro.

                ¿Alguien volvería a un teatro donde, tras esperar pacientemente a que empiece la función, con bastante retraso muchas veces, tiene que irse por donde ha venido y tal día hará un año? ¿Volvería si por toda explicación el acomodador le dijera que va a ser que no, vuelva usted otro día?. La respuesta es obvia en esos casos. Pero en nuestro espectáculo, a diferencia de otros, la asistencia no es voluntaria, y los protagonistas tienen que estar presentes sí o sí. Aunque el cuerpo les pida decir no y no.

                Lo de la explicación es de relativamente fácil solución. Basta con que los profesionales nos molestemos en demostrar respeto y educación, aunque a veces nos desborden las circunstancias y los demás juicios pendientes. Y así lo hacen muchos y deberíamos hacerlo todos.

                Lo de devolver el dinero de la entrada ya escapa más de nuestras posibilidades, por desgracia. Existe la obligación de pagar al menos el traslado de los testigos, aunque las cosas son como son. Pero es difícil compensar a alguien que es taxista, o que tiene un pequeño comercio, de las pérdidas que le genera haber dejado de atender su negocio. Y si hablamos del tiempo del abogado, o del juez, el fiscal o el secretario, ya nos adentramos en el género de la ciencia ficción.

                Pero si seguimos avanzando, vemos que eso de asegurar que tendremos una nueva representación en otro tiempo ya nos hace cambiar radicalmente de género, y movernos en el teatro del absurdo, o en pleno surrealismo. Porque en algunos juzgados, si uno tiene la desdicha de que se suspenda su juicio, se ve abocado a un nuevo señalamiento a muchos meses vista, cuando no a más de un año. Las agendas de algunos órganos judiciales están tan atestadas que no se puede meter uno más, ni siquiera con calzador, sin riesgo de que revienten. Literalmente. Y eso no puede ser, y no debería consentirse de ninguna manera. Pero es lo que hay. Y a nadie le debe extrañar que al justiciable se le lleven los demonios y eche espumarajos por la boca, porque no es para menos. Mientras, a veces, hasta mi toga y mis tacones se sonrojan.

                Así que hoy hay aplauso y abucheo a partes iguales. O quizás no tan iguales. El aplauso para todos aquellos que se esfuerzan, contra viento y marea, en que el espectáculo continúe, y también para los que intentan explicar y remediar la cosa si la suspensión es inevitable. El abucheo, lanzamiento de tomates incluidos, para todos aquellos que nos escamotean los medios haciendo que la función se convierta en una ópera bufa.

3 comentarios en “Suspensión: cuando no se alza el telón

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