Cuando la profesora de Fama, bastón en mano, decía a sus alumnos eso de que “la fama cuesta, y aquí el donde vais a empezar a pagarlo, con sudor”, ocultaba algo a aquello alevines de artistas que nos alegraban con sus piruetas, sus cánticos y sus interpretaciones. Muy aviesamente, no les decía que también tendrían que armarse de paciencia. Porque hacen falta toneladas de ella para esperar los resultados de uno y otro casting, para aguardar la llamada del productor, para saber cuándo y cómo se va a estrenar la obra, si se estrena, y hasta para ese momento memorable en que, por fin viene esa nominación al Oscar, al Goya, al Grammy o a lo que sea. Y también para luchar contra la decepción de que no venga nunca.
Pero si en algún sitio se necesitan dosis de paciencia en cantidades industriales, ése es nuestro gran teatro. Y, aunque, como la profesora de Fama, nos entrenan desde el principio, a veces hay que luchar como titanes para no perder la paciencia. Aun que sea la madre de todas las ciencias.
Por lo que ha de venir, nos someten a un entrenamiento de alto rendimiento, que empieza en la facultad. Esas esperas a que te llegue el turno para el examen, ese tiempo eterno que media entre éste y el momento en que la nota sale, no son sino el preludio de lo que llegará. Algo así como el cortometraje que precede a la película. Después, para los que elegimos esa carrera de obstáculos que es la oposición, llega un verdadero maratón, peor que el de Danzad, danzad, malditos Esperar a que convoquen las oposiciones, a que el número de plazas sea mínimamente esperanzador, a conocer el resultado de la plantilla de respuestas, a saber la nota de corte, a la resolución de impugnaciones, a calcular la fecha del examen oral, a esperar dando vueltas a que salga el veredicto y, si la cosa no sale, vuelta a empezar. Un verdadero periplo que hace del santo Job un simple aficionado.
Y, cuando una cree que ha acabado la cosa, y que se pondrá la toga y se subirá a sus tacones y viviremos felices y comeremos perdices, pues va y no. Resulta que se tiene que armar de paciencia. Tanto que lo de El paciente inglés se queda en un cuento de hadas de los de las perdices ésa que nadie se come. Primero, empieza la espera del primer destino, y el cruce de dedos para que sea lo menos malo posible. Luego, la matraca de los concursos para ver si una se acerca al sitio anhelado, y puedo asegurar que las últimas experiencias al respecto han sido verdaderamente heroicas, al menos en cuanto a los fiscales se refiere, aunque en todas partes cuecen habas. Y así, hasta el infinito y más allá. Volviéndonos Del revés un día sí y otro también.
Pero eso no es todo. Porque luego tenemos el día a día para recordarnos aquello que la profesora de Fama nos ocultó: que necesitaríamos paciencia o tranquilizantes a granel. O ambos. Porque ¿cómo si no nos enfrentamos a la odisea de encender el ordenador y conseguir que funcione antes de que los hechos de los que tratamos hayan prescrito? ¿Cómo soportamos instalaciones tantas veces indignas? ¿Cómo nos enfrentamos a situaciones ciertamente injustas? ¿Cómo logramos no mandar a todos a determinado sitio nada agradable cuando nos torpedean con exigencias de estadísticas, protocolos e inutilidades varias? ¿cómo estiramos nuestro tiempo para hacer el trabajo de varios desde que un iluminado decidió suprimir los sustitutos o reducirlos a su mínima expresión? Pues eso. Echándonoslo a la espalda que nos acabará quedando como un cruce entre el Jorobado de Notre Dame y El jovencito Frankenstein. O peor.
Pero, como decían en los dibujos animados, No se vayan todavía, amigos, aún hay más. Porque en el Vivir cada día de nuestro gran teatro nos someten a pruebas que me recuerdan el Si lo sé no vengo que hace años hacían en televisión, o la prueba del Un Dos Tres, responda otra vez que permitía pasar a la subasta y arriesgarse a llevarse el coche o a la calabaza Ruperta. Y que, en ocasiones, andan más cerca de la aventura de Los Payasos de la tele que de otra cosa. Porque solo así se pueden concebir los saltos de obstáculos que hay que hacer para esquivar los expedientes en algunos juzgados, o esas citaciones para dos años vista porque no hay fecha libre antes. Esa si es paciencia y no la del santo bíblico. Por no hablar de cuando, tras la espera, ha ocurrido un imponderable y nos encontramos con una suspensión y vuelta a empezar. Teniendo, encima, que soportar con paciencia la justa indignación del justiciable que no entiende por qué esas cosas pasan, y arroja su ira sobre el pobre profesional que tiene cerca, sea abogado, funcionario, fiscal, juez o secretario, sin entender que no tiene culpa ninguna. Pero es que ya lo dice el refrán, el que espera, desespera.
Por eso hoy va el aplauso para todos los que siguen adelante pese a los inconvenientes del camino, para los que no desesperan, por desesperante que sea la espera. Y por la santa paciencia que tienen, a pesar de que la profesora de Fama no se la enseñara nunca.
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