El protocolo ha sido siempre algo muy importante. No hay acto, entrevista, estreno, homenaje o entrega de premios en que no estén fijadas unas normas de cómo y dónde sentarse, por qué orden entrar y qué sitio ocupar. La alfombra roja es una pasarela y un escaparate, y conviene tener todo atado y bien atado, así que los artistas han de atenerse a lo estipulado no vaya a ser que la cosa sea un desastre, televisado además. Aunque a veces hay alguien que se lo salta y regala momentos impagables a youtube, como aquel monumental cabreo de Fernando Fernán Gómez nadie sabe aún por qué, la descontrolada irrupción en el plató de un Fernando Savater poseído por un espíritu extraño, o el arrebato de umbralismo que ya ha creado historia porque el hombre solo quería hablar de su libro.
Pero el protocolo, en singular, como conjunto de directrices para poner la venda antes que la herida y adelantarse al problema, tiene su plural, los protocolos, que, aunque no lo parezca, se encaminan al mismo fin. Y uno y otros son frecuentes en nuestro escenario. Habrá que ver si cumplen o no su cometido.
Si tenemos la curiosidad de buscar en Google la palabra “protocolo” unido a cualquier tema jurídico, el buscador se desborda. Hay montones, de todos los ámbitos imaginables, de todos los temas posibles, con todos los niveles de detalle que queramos. ¿Sirven? Pues sí o no, que ya se sabe en este mundo nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira-
En nuestro ámbito hay una afición desmedida a los protocolos. Y no digo yo que no sean útiles en muchos casos, que lo son, sobre todo teniendo en cuenta que es un mundo tan encorsetado que poco podemos movernos si no hay un papel con muchos sellos y firmas de por medio. Y, cuando salimos de nuestro estrecho margen y nos metemos en otros mundos, pueden dar mucho de sí. Pautas de actuación respecto a colaboración con el personal sanitario, con entidades asistenciales o entre diferentes operadores jurídicos son, cuanto menos, un bonito abanico de buenas intenciones que, si se llevan a la práctica, pueden resolver más de un problema. Pero, a veces, la solución puede convertirse en parte del problema.
¿A quién no le han contestado alguna vez eso de “espere a que firmemos el protocolo” o “esto se solucionará cuando el protocolo esté firmado”?. Una frase estupenda, que deja al usuario de pasta de boniato pensando en si tendrá que hibernarse a la espera del protocolo cual Walt Disney a la espera del elixir de la eterna juventud. Y sin respuesta. Porque si una mujer maltratada necesita ayudas, o los padres de un enfermo mental un lugar donde internarlo con urgencia, no pueden esperar al protocolo de marras. Porque ya es ya.
Y es que estas cosas se hacen esperar, que las cosas de palacio van despacio. Y entre que se juntan, hablan, debaten, firman, y se hacen la foto se nos va el tiempo del que no poseemos. Por más que la foto quede estupenda y salga en todos los periódicos.
Pero alguien parece creer que ahí está la panacea de todos los problemas. Me contaba un compañero el otro día, sin saber si reir o llorar, cierto problema con las notificaciones y citaciones que, aunque parezca mentira, tardan más en llegar de un órgano de fiscalía o juzgado a otro de la misma ciudad que si fueran los protagonistas de La vuelta al mundo en 80 días. Porque, se crea o no, han de cruzar los puertos de varias mesas, registrarse varias veces, cubrirse de varios sellos de entrada y salida, y acaban por llegar fuera de plazo. Y, se crea o no también, se acordó hacer un protocolo para para que no volviera a pasar. Como lo leen. No dar una solución como el correo electrónico, el fax o hasta la paloma mensajera, si es preciso, no. Juntarnos, hablarlo, reunirnos, firmarlo y toda la parafernalia. Ahí queda eso.
¿Para cuando ingresaremos en la modernidad? ¿Para cuando nos desprenderemos de ese amor a sellos, cuños y firmas? ¿Para cuando aplicaremos de una vez eso de que la distancia más corta entre dos puntos en la línea recta? Espero no tener que contestar, como la canción, que Cuando los sapos bailen flamenco. O cuando las ranas críen pelo, que para el caso es lo mismo.
Mientras tanto, y por si acaso, me voy al estanque, a ver la evolución de los batracios. No vaya a ser que aparezcan con melena y traje de faralaes y yo me lo pierda. Y, como Walt Disney, hibernaré mi aplauso para entonces.
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