De un tiempo a esta parte, cada día están más en boga los libros de autoayuda. Se ve que en en nuestro mundo necesitamos un empujoncito extra para afrontar el día a día. Y, por supuesto, esta tendencia también pasa al mundo del espectáculo, aunque se gritaba eso de Help desde mucho antes. Películas como Del revés se empeñan en que nos conozcamos por dentro, con todas nuestras emociones, a ver si somos capaces de hacer las cosas de un modo Mejor imposible.
A pesar de que hay libros de autoayuda en muchos ámbitos de la vida, no sé si hay alguno destinado a los habitantes de Toguilandia. Al menos tal y conforme los concebimos, porque en realidad los hay sin que nos hayamos dado cuenta de que lo son.
Me di cuenta de que los Códigos tienen mucho de eso a raíz de una anécdota que me contó un amigo juez hace mucho tiempo. Por aquel entonces, él era juez de un juzgado mixto y había ido a verle uno de los jueces de paz de su partido judicial. Para quien no lo sepa, explicaré que los jueces de paz son los encargados de algunas gestiones relativas a la justicia en pueblos donde no hay juzgado de primera instancia e instrucción, pero no pertenecen a la carrera judicial ni hacen oposición alguna. Pues bien, en esa consulta, relativa a un asunto de tierras, el juez de paz en cuestión, tras plantear sus cuitas dijo algo inolvidable. Sacó una cosa que llevaba guardada en su maletín y enarbolándolo con cara de triunfo, exclamó: me han dicho que me compre este libro rojo donde viene todo. Y algo de razón tenía, sin duda. Porque ese libro rojo –color de la editorial que le recomendaron- no era otro que el Código Civil. Por supuesto, el juez le dijo que era una recomendación extraordinaria, y que tomaba nota. Faltaría más.
El Código civil que no es el único de esos libros que eran pioneros de los libros de autoayuda sin saberlo. Pero hay qué ver la de cosas a las que da solución, o al menos le pone nombre, que no es poco. Hay que reconocer que saber que se llaman servidumbres cosas como que el vecino pase por nuestra casa para ir a la suya porque así lo ha hecho toda la vida, o que no puedan levantarnos una finca delante que nos tape el panorama -con su reja remetida, o no- pues tranquiliza mucho. Y es que el Código Civil igual sirve para saber a quién le corresponde la propiedad del tronco que flota en un río, cómo qué hacer con un enjambre de abejas o con un tesoro oculto, supuestos con los que nos encontramos a diario, como todo el mundo sabe.
Bromas aparte, el Código Civil, aun cuando date del siglo XIX, resuelve muchas más cosas de lo que la gente cree. La clave, claro, está en saber buscar, y para eso nos formamos. Al hilo de esto, recuerdo algo que me pasó hace mucho y que creo que es ilustrativo. Un familiar me decía que quería formalizar algo para que en el caso de que le pasara algo, su pareja, que estaba por aquel entonces embarazada, no quedara desprotegida y se supiera que el niño que esperaba era suyo. Le dije que podía inscribirse en el Registro de parejas de hecho, que podía hacer un documento ante notario y que podía hacer testamento donde reconociera al niño, que se mantenía aunque luego hiciera otro testamento. Me miró diciendo que menudo lío. Entonces le expliqué que había algo que resolvía todo lo que quería: se llamaba matrimonio y estaba en un libro estupendo -recordé entonces al juez de paz de mi amigo- que se llamaba Código Civil. Y que, ojo, no ponía en ningún sitio que tuviera que ir acompañado de convite, vestido blanco ni tarta de merengue, por si había dudas. Y añadi que no tenían que besarse los padrinos, por si acaso.
Pero no creamos que solo el Código Civil nos da soluciones. Todas las leyes están hechas para eso, aunque a veces no lo parezca. Y entre ellas, también hay que destacar al Código Penal que, aunque, como su propio nombre indica, regula esencialmente las penas, en el sentido de dar castigo a las conductas ilícitas que él mismo define, es una autoayuda fantástica para un derecho que debería tener reconocimiento constitucional: el derecho al pataleo. Tal vez no consigas recuperar ese bolso que te robaron ni que vuelvan las cosas al estado que tenían antes de que nos causaran tal o cual mal, pero, al menos, le atribuye un castigo a quien lo ha hecho, que siempre es un consuelo.
Esta función de autoayuda la puede tener cualquier ley. Las leyes procesales, sin ir más lejos, nos indican cuál es el camino a seguir para hacer una reclamación ante los tribunales. Aunque, tal conforme están redactadas, hay que concluir que el camino más corto entre dos puntos en Derecho casi nunca es la línea recta.
Las publicaciones en el BOE pueden tener esa importante función de autoayuda. Pensemos, por ejemplo, en los concursos de traslado, o en los nombramientos. Si salen bien, te ponen en casa. Y si no, ya sabemos, nada es infalible, y el BOE menos aún.
No quisiera bajar el telón de este estreno sin hablar del contrario a esa función de autoayuda. La de no-ayuda, una característica que tienen muchas leyes que no hacen sino complicar las cosas en lugar de mejorarlas. El mejor ejemplo que me viene a la cabeza es el de la limitación de los plazos de instrucción, cuya derogación seguimos pidiendo a gritos. Que gran ayuda será el día en que el BOE, por fin, la publique, que esperemos que sea más pronto que tarde.
Solo me queda dar el aplauso, que va hoy dedicado a todas esas leyes que mejoran nuestras vidas y, sobre todo, a quienes saben aplicarlas para lograr tal efecto. Porque en eso consiste administrar justicia.