El don de la invisibilidad, como ya hemos dicho alguna vez, es algo muy atractivo para cualquier guión de cine u obra de teatro. El hombre invisible es un clásico entre los superhéroes, como lo son Los cuatro Fantásticos o cualquier otro superhéroe o superheroína, que también las hay. Pero la invisibilidad no siempre es un súper poder. Y más de una vez hace referencia a quienes la gente mira sin ver, como Los miserables. Ser Invisible o ser Los invisibles es demasiadas veces sinónimo de olvido.
En otros estreno hablamos de cuando los invisibles a ojos de la opinión pública, somos quienes habitamos Toguilandia. Aunque parece que solo lo somos cuando reclamamos cosas, y no lo somos en absoluto cuando alguna de nuestras actuaciones da lugar a críticas y, por qué no decirlo, al descontento.
Pero la invisibilidad a que dedico este estreno es la que tiene lugar al otro lado de las togas, la de todas aquellas personas que existen pero que no vemos o no sabemos ver. Por ejemplo, quienes acaban teniendo el complejo del tipo del anuncio del aire acondicionado porque creen que no les hacen ni caso. Se sientan en la puerta del juzgado o de la sala de vistas pensando que alguien va a preguntar por ellos y se lo va a explicar todo. Incluso alguna vez he visto quien busca, como si se encontrara en la cola de la carnicería, el numerito, o hasta pregunta aquello de Quién da la vez. Y claro, si quien llama dice cosas como “que pase el actor” o “que pase el demandado” pues no se dan por aludidos. Hubo un señor que no respondió al llamamiento, pese a estar en la puerta sentadito varias horas. Cuando acabó la sesión y se quejó al agente judicial porque no le habían llamado, le dijo que sí lo habían hecho, a lo que el señor, cariacontecido, dijo que ese tal José Martinez al que llamaron creyó que no era él, porque dijeron que era actor y él es panadero, y a mucha honra.
Y es que a veces no nos damos cuenta, y no explicamos las cosas. Como ocurre con testigos que pasan la mañana en la puerta sin que nadie les explique que ha habido una conformidad y no es necesario su testimonio. Lo normal, lo correcto y lo educado es salir a explicarlo o, como he visto hacer a algún magistrado, llamarles a la sala de vistas para contarles lo sucedido y decirles que se pueden marchar, y que les agradecemos su asistencia. Pero cuando hay quince juicios, se llevan dos horas de retraso, la grabación no se conecta, la videoconferencia parece una comunicación con el planeta Saturno y el aire acondicionado no funciona pese a los cuarenta grados a la sombra, esas cosas se olvidan. Y, claro está, se sienten invisibles. Y con razón.
Pero si de invisibilidad hablamos, la peor parte es la que se llevan algunas víctimas. Se trata de personas que, con razón o in ella, se sienten ninguneadas en los juzgados o en el proceso judicial. A veces porque la ley no lo prevé, otras porque no saben lo que pasa y alguna otra porque alguien no lo hace todo lo bien que debiera.
Los ejemplos son variados. A las mujeres víctimas de violencia de género no siempre se les explica bien eso de poder personarse y en qué consiste. Y no hablo solo de los juzgados. Esta cuestión empezaría en las propias comisarías, donde no siempre son asistidas por letrado desde el principio para poner la denuncia, porque entienden que con que el abogado o abogada que les asista en el juzgado es suficiente. Y quienes trabajamos en esto sabemos la trascendencia de esa primera declaración al interponer la denuncia. Dar importancia a unos hechos o a otros, concretar circunstancias o poner el acento donde toca evitaría esas famosas preguntas: ¿por qué no dijo eso ante la policía? o ¿por qué tardó tanto en denunciar?.
También los menores se sienten ninguneados. Quieren contar “su” verdad, por qué quieren irse con tal o cual o progenitor o por qué no quieren hacerlo. Escucharles siempre es bueno pero, si no se hace por alguna otra razón, debería saberse la causa. Y, en la vorágine de los procesos judiciales despachados uno detrás de otro, no siempre se tiene el tiempo o la paciencia para hacerlo ver.
Luego están todas aquellas personas que se sienten víctimas sin que la ley les atribuya tal carácter. Sería el caso de quien se considera estafado o perjudicado por un hecho, pero no hay indicios suficientes para considerar que tal hecho haya traspasado los límites de la jurisdicción civil -o, en su caso, la administrativa- para considerarlo un delito. Una señora, por ejemplo, estaba muy indignada con el alcalde de su pueblo porque no se arregló el socavón en el que ella cayó, rompiéndose la cadera. La buena mujer puso una denuncia y solo vio que un día le llegaba un papelito del juzgado diciéndole que la causa se había archivado, sin que ni siquiera le hubieran llamado a declarar. Y, si nadie le cuenta que esa no es la vía pero puede reclamar de otro modo, le da la sensación de que la han ignorado olímpicamente. Y es que no todo lo que la gente piensa que es de juzgado de guardia es susceptible de ventilarse en el juzgado de guardia.
Hay mucha gente que cruza el umbral de salida de Toguilandia mascullando eso de “no me han hecho ni caso” sin saber que eso no es exactamente así, y que si lo es, tal vez haya una razón comprensible que nadie le ha hecho comprender. La famosa frase “¿qué hay de lo mío?” se queda suspendida en el aire, esperando una respuesta.
Así que hoy el aplauso va dirigido a quienes, en un encomiable ejercicio de profesionalidad y empatía, se bajan a las trincheras para explicarle al justiciable que lo suyo importa, aunque le dé la sensación de que no es así. Algo realmente muy difícil cuando el colapso y la carencia de medios transforman cada minuto empleado en ello en oro puro.
Y por supuesto, una vez más una ovación extra para @madebycarol1, que ha hecho la ilustración que enriquece este estreno
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
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