Hoy nuestro escenario cierra la serie dedicada a los sentidos con el aparentemente más usado, la vista. Quizás por eso dice el refrán que “no hay prenda como la vista”, y suelen repetirnos eso de que Santa Lucía nos la conserve. Aunque a veces, para lo que hay que ver, tal vez sería bueno darle un descanso a la Santa, y a nuestros dos ojos, la verdad.
Pero lo bien cierto es que hoy, más que nunca, en plena sociedad audiovisual, la vista es casi imprescindible, y carecer de ella o tenerla mermada crea dificultades casi insalvables. El cine, arte visual por encima de todo, nos ofrece muestras de toda su importancia, tanto del lado serio, como La Gran Belleza, como para titular con ironía aquello de No me chilles que no te veo, y, por supuesto, para tratar de En la ardiente oscuridad que ello puede suponer, a pesar de que con personajes como Mr. Magoo o Rompetechos lleguemos a tomarlo a broma
Y, por descontado, nuestro teatro la emplea como el más importante de sus instrumentos, incluso eclipsando al uso de otros sentidos que también tienen su trascendencia en él, como vimos al hablar del oído, el tacto el gusto o el olfato.
Es tanta su importancia, que es el único de los sentidos respecto del cual he leído un encarnizado debate sobre si el hecho de estar privado de él puede impedir acceder a determinados papeles de nuestro espectáculo, como ocurría con un opositor que aspiraba a ser juez, y que ignoro si a día de hoy lo ha conseguido o sigue en ello, pero que motivó una decisión del Consejo General del Poder Judicial a favor de que pudieran acceder a la carrera. Según leía el otro día, existen en el mundo casos de jueces invidentes –leí que dos, pero no tengo contrastado el dato- y no creo que haya problema alguno en ello, todavía más con un tecnología como la actual, que permite suplir esas carencias. En cualquier caso, mucho ánimo a quien pelee por ello.
No obstante, esto no es nuevo. Aunque difícil, puedo contar por propia experiencia que se puede ser ciego y seguir representando un papel importante en nuestro teatro. Así lo hizo mi padre, abogado, durante mucho tiempo, cuando una enfermedad le dejó privado de tan esencial sentido, aunque en su caso fue mi madre quien ponía los ojos por él, como ya conté en su día. Y, por supuesto, su esfuerzo, vocación y prodigiosa retentiva, que hacía que llegara a aprenderse folios enteros de los sumarios de memoria. Aun recuerdo andar por mi casa viendo encima de la mesa aquellos papelotes copiados con calco en papel cebolla.
Pero no hace falta marcharse tan lejos ni con recuerdos tan potentes. Seguro que quien es o haya sido opositor ha sufrido la galopante subida de dioptrías conforme va pasando el tiempo que se pasa delante de los apuntes. Aunque en mi caso ya venía bastante cegatona de serie, conozco a personas con vista de lince que acabaron viendo menos que un gato de escayola, dicho sea con todo el respeto, por cortesía de los formatos imposibles con que las editoriales pretenden evitar las fotocopias, y las horas gastadas antes libros y folios y, ahora, ante una pantalla, en su caso.
La aplicación estricta del sentido de la vista ha dado para mucho en nuestro teatro, sobre todo en lo que a prueba testifical se refiere. No en vano hablamos a veces de testigos presenciales, o testigos oculares, por contagio de las series americanas. El caso es que la vista es la protagonista de pruebas tan esenciales como el reconocimiento en rueda, que ha aportado a nuestras toguitaconadas vidas más de una anécdota. Me contaban hace nada la de un acusado que, reconocido en rueda por su víctima, espetó furiosísimo que era imposible que le hubiera reconocido, porque cuando cometió el hecho llevaba el casco puesto. Ni que decir tiene que no fue tanto el sentido de la vista sino su bocaza lo que le llevó derechito a prisión. Y, cuando yo estaba en la Escuela Judicial, uno de los tutores nos contaba la historia de un reconocimiento en rueda de miembros viriles, porque según la víctima el del autor tenía determinado tatuaje. Ignoro si es leyenda o realidad, pero solo imaginarme la escena me basta para esbozar algo más que una sonrisa.
También recuerdo otra señora, que iba a actuar como testigo, que, requerida para prestar el preceptivo juramento o promesa de decir verdad, nos dijo cariacontecida que no podía, porque no había traído las gafas para ver la Biblia. De nuevo las películas y series americanas que salen a nuestro encuentro en los mementos más insospechados.
De todos modos, no es lo mismo mirar que ver. Se puede tener la agudeza visual de un águila real y dejar pasar detalles importantes, y se puede ser miope de solemnidad y no dejar escapar una. Porque no solo se trata de tener los ojos, sino de poner atención y ganas. Y hasta de ver más allá y hacerlo, en ocasiones, con las gafas adecuadas.
Por eso hoy el aplauso es, cómo no, para quienes no se conforman con mirar y saben ver. Porque las cosas muchas veces, no son lo que parecen.
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
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