Sentidos: oir y escuchar


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Qué importante es aplicar a todo nuestros cinco sentidos. Importante en el arte, y en cualquier escenario, como no podía ser de otra manera. Aunque El Imperio de los sentidos no tenga siempre las connotaciones sexuales que rápidamente acuden a la cabeza de cualquiera recordando esa película, que nadie se haga ilusiones. Pero ver, oír, gustar, tocar y oler es esencial para descubrir las cosas en toda su extensión, por más que hoy en día primemos lo primero sobre todo lo demás. Y ojo, no me olvido de El sexto sentido, la intución, ni del sentido común, pero ahora empezaré una serie toguitaconada sobre Los Cinco de toda la vida.

Empezaremos por el oído, absolutamente indispensable. ¿Qué sería del cine o del teatro, sin sonido? Si hasta las películas mudas tenían unos cartelitos para suplirlo, y una pianista en el escenario para ponerle música. Hasta que, por supuesto, El cantor de Jazz lo incorporó al propio filme.

En nuestro teatro el sentido del oído es tal vez el más usado. Aunque a veces confundimos oir con escuchar, y no interiorizamos los sonidos que nos llegan de cualquiera de los lados del banquillo. Y convertimos en un mero ruido lo que debería ser un sonido en toda regla. Y tal vez nos perdemos lo más importante.

Confieso que no es fácil permanecer atenta a todo lo que se dice en cualquiera de nuestras representaciones. Un juicio, dos juicios, tres juicios, y hasta el infinito y más allá, y llega un momento que no me llega el riego. Lo juro. Y está la opción de parar, con el considerable y comprensible cabreo de quienes llevan esperando toda la mañana, o seguir A tumba abierta, arriesgándonos a que las palabras no penetren en nuestros cabezas, como si lleváramos un impermeable en el cerebro, y la lluvia jurídica no hiciera mella en él.

Y es que la Justicia es lo que tiene. O mejor dicho, la administración de Justicia, que a base de no administrarla corre el riesgo de acabar desvirtuando la Justicia misma, convirtiendo una sesión de juicios en una sucesión de trámites burocráticos sin solución de continuidad que acaban haciéndose cansinos, lo reconozcamos o no. Y aunque pongamos los cinco sentidos, y hasta un par más de propina, en ello, es difícil no desconectar cuando se llevan un montón de horas seguidas un asunto tras otro.

A veces es difícil transmitir la sensación de fatiga que me invade –a mí y a todos- cuando, en una misma mañana, despachamos diez, doce, quince, y hasta más juicios del más diverso pelaje. Uno tras otro, pueden desfilar acusados de alcoholemia, de insolvencia punible, de maltrato, de hurto de cobre, de robo, de estafa, de impago de pensiones, de usurpación de inmuebles, de lesiones y de cualquier otra cosa que tenga cabida en el Código Penal. Y otro tanto si se trata de civil, laboral o contencioso. Y es que así dan ganas de repetir una vez y otra lo de Aquí no hay quien viva, Qué he hecho yo para merecer esto o Togados al borde de un ataque de nervios. Cambiar el chip una vez tras otra puede resultar agotador. Y el peligro llega cuando nuestra obligación de escuchar se acaba diluyendo en un mero oír fruto del cansancio.

Ese sería el momento de parar. Poner el cartel de Stop y dejarlo para dentro de un rato, o de un día, cuando las neuronas mareadas y el estómago protestón hubieran repuesto sus niveles. Pero entonces hay que ponerse en el otro lado. Mientras despachamos un juicio tras otro, permanecen fuera letrados y justiciables, esperando que, de una puñetera vez –nunca mejor dicho- se resuelva lo suyo. Y lo de parar se convierte en Misión Imposible porque no pude dejarse a la gente y a los profesionales así. Y la culpa, como siempre, es para aquellos que impiden que la justicia tenga medios suficientes para que los señalamientos se desarrollen con una agenda asumible. Y nunca puede ser asumible suspender algo si se tiene que volver a señalar a más de un año vista, cuando haya hueco.

Pero no siempre dejamos de escuchar por cansancio o por todas estas cosas. Más de una vez las víctimas se quejan de que no se sienten escuchadas, por más que sean oídas y transcritas sus palabras fielmente, y grabadas en el soporte correspondiente. Pero a veces nos olvidamos que esas personas lo que necesitan es algo más que eso. Es sentir que a quienes vestimos toga nos importa realmente lo que están diciendo. Y no siempre damos esa sensación. Justo es reconocerlo. Y es que la empatía  no es algo que nos enseñen en las facultades ni esté en el temario de la oposición, aunque quizás debería plantearse. Seguro que una persona que ha sufrido un atraco valora más una sonrisa, una mirada o una frase de ánimo que saberse toda la jurisprudencia acerca del robo con instrumento peligroso. Por más que ésta también sea necesaria, faltaría más. Y no siempre tenemos la paciencia para dárselo.

Y no voy a acabar sin darme otro golpe de pecho. Sé que parte de la abogacía se queja de que jueces y fiscales no les escuchamos. A veces, ni les oímos, y hasta hay quien ni siquiera les recibe. No me cansaré de decir que todos remamos en el mismo barco. Y es más, quienes no lo hagan son quienes más pierden. Siempre se aprende del prójimo, vista toga con puñetas, sin ellas, mono de mecánico y hasta traje de lagarterana. Y ya se sabe que el saber no ocupa lugar.

Tampoco voy a dejar de citar otros sonidos que alteran mi toguitaconada concentración. Los petardos en las bodas, a los que somos muy dados en mi tierra, y que hay momentos que impiden oír nada de lo que se está declarando en el juzgado de guardia o la banda sonora que incorporan a nuestro trabajo las obras –normalmente de algún edificio vecino, porque en los nuestros poco se arregla-. Pero en mi caso, sí hay un sonido que me alegra los días. El de los músicos que ensayan en el Conservatorio Superior de Música al que da la ventana de mi despacho. Quizás no lo sabrán nunca, pero me acompañan durante mis jornadas de trabajo haciéndolas más llevaderas.

Así que hoy el aplauso, un aplauso muy sonoro, no podía ser otro que para quienes saben escuchar. Un ejercicio muy recomendable que no siempre ponemos en práctica cuando andamos con la toga a cuestas. Y, cuando tengamos dudas, recordemos aquella frase del Un Dos Tres de mi infancia. Escuchemos la voz de los supertacañones

 

 

4 comentarios en “Sentidos: oir y escuchar

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