Si hay historias que gustan, ésas son las de héroes y heroínas. Y no me refiero a super hérores del cómic tipo Superman, Catwoman o Los cuatro fantásticos. Me refiero a esas personas anónimas y en apariencia normales que, sin necesidad de superpoderes ni de trajes mágicos, contribuyen con un gesto a hacer mejor el mundo, a veces incluso con su vida. No necesitan grandes medios, solo cosas cotidianas, como el tractor de La vida es bella, el nombre escrito en un folio de La lista de Schindler, o las alas del ángel de Qué bello es vivir, mostrando cómo hubiera sido la vida sin un héroe anónimo.
En estos días todos andamos impresionados por la historia de Ignacio Echeverría, ese abogado español que, con su inseparable monopatín, perdió su vida por tratar de salvar la de una mujer atacada por uno de esos salvajes que siembran el terror en nuestro mundo. Una persona hasta ese momento anónima que se ha convertido en un héroe y un referente para cualquiera. Hay que ser muy valiente, muy solidario y muy humano para jugársela de ese modo por alguien a quien ni siquiera conocía. Lamentablemente, hoy lloramos su muerte. Descanse en paz, con el agradecimiento eterno por habernos devuelto la fe en la humanidad.
Pero, por suerte, aunque estos héroes y heroínas no abunden, hay más de uno y de dos. Y hoy mi Toga y mis Tacones quieren hacerles un pequeño homenaje. Aunque no ocupen portadas y a veces ni siquiera merezcan unas líneas.
No hace mucho leía también el caso de una mujer, dueña de un bar que, armada y pertrechada con una escoba, impedía a escobazos que un hombre agrediera a una mujer, interponiéndose entre ellos para evitarlo. También leía hace unos días que un policía era agredido al tratar de evitar otra agresión de género. Y no hace mucho tampoco leía que una mujer había sido asesinada porque un maltratador tomó represalias contra ella respecto a un asunto de violencia de género. Y seguro que todos recordamos el desgraciado y escalofriante final de la amiga de otra víctima de violencia de género, que fue asesinada junto a ella y enterrada en cal viva porque no la quiso dejar sola.
No son casos únicos. También tenemos en la cabeza el caso de aquel profesor, ya fallecido, que resultó gravemente herido por tratar de salvar a otra mujer, o el de un joven universitario que perdió la vida en circunstancias semejantes. Pero, por fortuna, estos son casos extremos, como el del hoy llorado Ignacio. Hay muchos más de los que imaginamos en los que el final no es dramático, sino esperanzador. Y nadie habla de ellos.
A lo largo de mi vida toguitaconada me he encontrado, por fortuna, con muchas personas que han impedido la comisión de delitos, o aminorado sus consecuencias. Recuerdo hace bastante tiempo a una pareja de jóvenes que retuvieron a un atracador que, navaja en ristre, quería quitar el bolso a una anciana. Uno de ello tenía un corte profundo en la palma de la mano, que se causó al coger la navaja por su mismo filo sin pensarlo dos veces. También recuerdo otros que, en una situación parecida, bajaron de su moto y le lanzaron el casco al delincuente, impidiendo que, como constaba en el escrito de calificación, consumara su acción depredatoria. Ese casco abollado fue una de las pruebas del juicio y todo un símbolo de esa valiente acción.
Los ejemplos son variados. Pero me quedo con uno sucedido hace apenas unos meses, que me produjo una sensación especial. Leí en el atestado cómo un joven de apenas dieciocho años se había interpuesto entre agresor y víctima. El nombre y los apellidos me sonaron conocidos y, al comprobar su filiación, confirmé que no me había equivocado. Era alguien a quien conozco desde niño y que no había dudado un momento en cruzar al otro lado de la calle para evitar aquello, además de avisar a la policía. Quizás no sea consciente aún de ello, pero es posible que haya salvado una vida.
Precisamente eso, lo de salvar una vida, es lo que digo cada vez que una persona acude al juzgado a denunciar una agresión que ha visto por la calle, o que ha oido en casa de unos vecinos, o que sabe por cualquier otro medio.. Ojala cundiera el ejemplo y cada vez fueran más.
Esta humilde toguitaconada vivió una vez en sus carnes, sin toga y con tacones, como varias personas anónimas atendían a mis gritos de auxilio, corriendo detrás de quien se llevaba mi bolso hasta lograr recuperarlo, así como mis pertenencias, desparramadas por el suelo de la calle. Dinero, móvil, tarjetas y todo lo que tenía fue recogido por unas personas anónimas a las que agradecí en el alma lo que hicieron. Para los curiosos diré que, lamentablemente, el pudo escapar, pero no por falta de empeño de quien le persiguió, lo aseguro. Y que al menos se llevó destrozados los tímpanos porque mis gritos se oyeron hasta ocho pisos más arriba, de lo que dieron fe mis alarmados vecinos. Pasé varios días repitiendo la historia cada vez que coincidía con alguien en mi asccensor.
Conste que este pequeño ejemplo no es más que eso, un ejemplo, en un suceso de mucha menos importancia que los que contaba al principio de estas líneas. Pero dan fe de la calidad de muchos seres humanos, y devuelven, aunque sea por un momento, la esperanza.
Pero, por supuesto, mi aplauso es hoy una ovación cerrada para todos aquellos que, con esas pequeñas cosas diarias, son capaces de enfrentarse al mundo, seaa una escoba o un casco de motorista. Y, especialmente, para Ignacio y su monopatín. Gracias por haber dejado un mundo un poco mejor para todos. Descansa en paz.
La imagen que ilustra el post, aparecida en periódicos y redes sociales, es de Malagón (@malagonhumor). Ninguna mejor para plasmar ese sentimiento común de admiración y homenaje.
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