Sentidos (III) tocar y sentir


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Como en los anteriores estrenos, seguimos hablando de sentidos. Me cuenta mi buen amigo José Segura que los seres humanos nos dividimos, desde el punto de vista de la comunicación, en visuales, auditivos y kinésicos. En cuanto a los primeros huelga decir a qué se refiere, al igual que los segundos. Y ambos son quienes lo tienen más fácil, en este mundo audiovisual en que nos ha tocado vivir. Pero hoy nos referiremos a los kinésicos, esos que necesitan sustentar su comunicación con gestos. Como quienes se empeñan en darte golpecitos en el hombro al hablar para confirmar que estás atendiendo, y que confieso que me ponen nerviosita. Tanto que echo mano –o mejor dicho, pie- de mi tic favorito: dar golpecitos con el tacón en el suelo. Y cuanto más deprisa, más nerviosita me están poniendo. Manías que, como dice mi madre, no curan los médicos.

En el mundo del arte parece que no se atiende demasiado al tacto, el único de los sentidos cuyo epicentro está fuera de la cabeza. Pero no faltan las referencias a él, como las que hacía Juan Ramón a la suavidad del burrito de Platero y yo. También evocan al sentido del tacto los títulos de algunas películas como Terciopelo Azul, Tocar el cielo, No tocar a la mujer blanca, Los abrazos rotos  o Tocando el viento, aunque hay que reconocer que cuesta encontrar títulos que den protagonismo a este sentido. Sin embargo, en cualquier obra, hay gestos sin los cuales la cosa pierde mucho: apretar la mano del otro, tocar su cara, coger el brazo o mil pequeñas cosas en las que ni siquiera caemos.

En nuestro teatro, como en la propia vida, el tacto parece ocupar un lugar secundario. Aunque si nos fijamos bien, no lo es tanto. Uno de los primeros recuerdos de la vida toguitaconada es el contacto con esos papeles que hasta ese momento no habíamos tenido. La sensación  al tocar folios de expedientes viejos, que hasta crujen en las manos, por ejemplo, es algo que se queda grabado cuando cae en tus manos un tomo del año de Maria Castaña. Recuerdo que una vez me enseñaron un testamento de los años 20 que se tuvo que rescatar para una herencia complicada en donde se reconocía un hijo natural de los de entonces. Casi un incunable judicial.

Pero no todo es tan poético. En los expedientes, una tropieza con cosas de toda clase que a veces le hacen dar un respingo y hasta dan repelús. Recuerdo hace mucho tiempo que en medio de una causa había un sobrecito que, al tacto, sobresalía más de lo común. El sobrecito en cuestión resultó contener una muestra del cuerpo del delito, nada menos que cocaína, que desparramamos por la mesa ignorantes de su contenido. Y anda que había que vernos la cara, tratando de recuperar el polvo de nuestro descubrimiento a la vez que la compostura.

En otra ocasión, el tacto me jugó una mala pasada. En otro de esos sobrecitos que grapan a la causa y quedan por el medio, había una cosa que pinchaba. Al ir a husmear –curiosa que es una- me dí un pinchazo con una navaja que allí se había quedado como pieza de convicción. Por suerte, sólo fue un pinchazo, que ni imaginarme quiero la neura que me podría haber entrado –y con razón- si llego a sangrar aunque fuera un poquito. Pero, más allá de este ejemplo extremo, los expedientes llevan a veces sorpresas que, como un huevo kinder, una no conoce hasta abrirlo. Llaves, alguna cadena o colgante y hasta un pendiente me he encontrado, para sorpresa táctil que luego se hizo visual. Aunque la más típica es la de las grapas que sobresalen y acaban haciéndote señales en los dedos o cargándose la puntilla de las puñetas.

También el sentido del tacto ocasiona sus problemas. Había una juez a la que el contacto de los dedos con el papel viejo le causaba sarpullidos, y tenía que pasar las hojas con unos dedalitos de goma que le quedaban de lo más cuqui. Aunque bien incómodos, por cierto.

Por supuesto, también el tacto es parte importante de nuestro catálogo de delitos. No olvidemos que, aunque ya no se llamen así, hay tocamientos que son constitutivos de delito. Y bastante grave, en muchos casos.

Pero el colmo de las anécdotas táctiles es la de un funcionario que pidió la baja porque tenía alergia, según alegó, al mecanismo donde fichan estampando la huella digital. Lo peor del caso es que se la concedieron. Aunque yo aún me hago cruces de que lo lograra, con lo fácil que hubiera sido hacerle firmar en un papelito como toda la vida, y como siguen haciendo los investigados sujetos a la obligación de comparecer apud acta periódicamente.

Y, aunque no nos demos cuenta, hablamos con más  con el tacto de lo que creemos. ¿O acaso no hemos de tratar a determinadas personas con tacto? ¿O no hemos de tener mano izquierda? ¿O consideramos que un asunto es suave o es áspero, según resulte? ¿O hablamos de darnos un apretón de manos, real o imaginario, al signar un acuerdo? Y, si de tocar hablamos, recuerdo la frase de un buen amigo con responsabilidades asociativas que afirmaba que determinado mandamás a quien querían –cómo no- reclamarle medios, no les recibía porque a ellos no les tocaba ni con un palo. Seguro que saben a qué me refiero.

Así que hoy el aplauso no puede ser de otro modo que no sea tan fuerte que nos duelan las manos. Y, también en este caso, para los que resuelven con una buena dosis de tacto los asuntos más espinosos. Aunque se tengan que pinchar en el intento.

Y un aplauso extra para Laura, a cuya sensibilidad y buen gusto debo la imagen que ilustra el post. Gracias

 

2 comentarios en “Sentidos (III) tocar y sentir

  1. Pingback: Con mi toga y mis tacones

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