Cualquiera se ha visto más de una vez sorprendido, o tal vez incordiado, por la voz de la conciencia. Esa conciencia que en el mundo del cine y de las letras viene representada por el imprescindible Pepito Grillo de Pinocho, que más de una vez se ha asomado al escenario de Con Mi Toga y mis tacones. Pero nunca, hasta ahora, había tenido su propio estreno. Y hora es ya de saldar esa deuda.
La conciencia no es ajena a nuestro mundo toguitaconado. Es más, es un mundo donde está más presente que nunca. Por activa y por pasiva, y nunca mejor dicho.
Desde uno de los lados del banquillo, el que viste toga, es a veces difícil bregar con ella. Porque además, tiene una relación directa con el mundo de Morfeo. No hay mejor somnífero que una conciencia tranquila. Y lograrlo no siempre es fácil.
En este sentido, reproduciré una pregunta que me solían hacer desde que empecé a estudiar Derecho, y que sigo oyendo de vez en cuando, aunque es más cercana al mundo de la Abogacía que al mío propio. Y que no es otra que la de si una no se siente mal por defender a un asesino, a un pederasta, a un violador o a cualquiera que haya cometido un crimen horrible. Para contestarlo, echaré mano de la memoria de mi padre , abogado como ya he contado varias veces. El solía decir que defender a alguien no consiste simple y llanamente en negar que haya cometido ese hecho nefando, sino tratar de encontrar, entre las circunstancias del mismo, aquéllas que le resulten más favorables. Para acabar con una frase lapidaria: lo que no le dejaría la conciencia tranquila es impedir que esa persona tuviera una defensa justa. Y en eso, precisamente, consiste la grandeza del Estado de Derecho. Aunque desde las vísceras sea en ocasiones difícil de comprender. Por eso aprovecho este momento para manifestar mi admiración por quienes asumen tan difícil papel con dignidad, uno de los más difíciles en el reparto de nuestro gran teatro de la Justicia.
También al otro lado de estrados, Pepito Grillo asoma con frecuencia. Y también hay preguntas que escuchamos bastantes veces. Entre ellas, la de cómo nos sentimos cuando el convencimiento interno o la intuición nos dicen que ese tipo es más culpable que Judas, pero no nos queda otra que solicitar el sobreseimiento por falta de pruebas –en el caso del fiscal-o dictar una sentencia absolutoria por el mismo motivo –el el caso de jueces-. Y a Dios pongo por testigo, como la propia Escarlata de Lo que el Viento se llevó, que no es una píldora fácil de tragar, aunque la mísmisima Mary Poppins viniera a dárnosla con un poco de azúcar. Pero apelo nuevamente a mi padre y a su máxima: no hacer un dictamen justo sería en este caso lo que nos impediría conciliar el sueño.
Quienes vestimos toga, con o sin puñetas, nos hemos marchado más de una vez a casa con la amarga sensación de que, pese al deber cumplido, podría “pasar algo”. Y ese algo es especialmente alarmante cuando se trata de esas víctimas que se acogen a la dispensa legal, que les permite no declarar contra su verdugo, si éste es alguien con quien tienen una estrecha relación de parentesco, como su padre o su esposo. Algo que vivimos día a día quienes bregamos con esa pandemia llamada violencia de género y que nos ha robado el sueño más de una noche. Pocas cosas hay que marquen más que el asesinato de una mujer que tuviste delante y se negó a declarar contra su marido, e incluso ella misma propició que éste incumpliera la orden de protección. Aseguro por experiencia que es algo tremendo, y que la cara de aquella mujer todavía me visita algunas noches.
Pero no son éstas las únicas cuestiones de conciencia con las que nos encontramos. También ha suscitado muchas dudas la posibilidad de que sea el propio juez quien se las plantee. Se han conocido casos de jueces que alegaban razones de este tipo para, por ejemplo, no casar a homosexuales. Afortunadamente, esta cuestión se resolvió con aplicación de nuestra Constitución, que impone el imperio de la ley. Y no quiero ni pensar cómo será la cosa para los profesionales en las legislaciones que admitan la pena de muerte. Confieso que a mí me planteería un irresoluble problema de conciencia si tuviera que solicitarla. Por suerte, no es el caso en el tiempo y lugar que nos tocó vivir.
También del otro lado hay cuestiones de conciencia, admisibles o no, que causan muchos problemas. Testigos de Jehová que se niegan a admitir transfusiones de sangre y, lo que es más grave, admitirlas para sus hijos menores. O la cuestión de alimentar forzosamente a alguien que se encuentre en huelga de hambre. Cuestiones también resueltas, a favor del derecho a la vida, pero que no dejan de resultar conflictivas.
Con todo, me quedo con un tipo de Pepito Grillo especial. El que me aparece en el hombro como por ensalmo y me susurra cuando me estoy equivocando, o cuando me estoy dejando llevar por algo que no debo, aunque sea por mi corazoncito toguitaconado. Y ojo, que el tipo es muy majo. No solo hace eso. También me advierte cuando cometo alguna pifia en alguno de mis estrenos bloggeros, a tiempo de darle al botoncito de editar y solucionarlo. Espero no darle demasiada faena esta vez. Ya que le dedico este estreno, preferiría ahorrarle algún trabajo.
Así que ahí va el aplauso. Dedicado esta vez a quienes saben escuchar a su propio Pepito Grillo, y también a quienes asumen ese papel cuando es necesario. Porque aunque no siempre La vida es sueño, poderlo conciliar cada noche es esencial para seguir adelante.
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
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