Hay un dicho popular según el cual el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Y hasta tres, y cuatro y cinco. Y algunos, hasta el infinito y más allá, que aunque la experiencia sea la madre de todas las ciencias -¿o era la paciencia?-, nadie está a salvo de equivocarse. Hasta tienen su puntito en ocasiones. Siempre recordaré una frase de un médico forense que me caló: déjale disfrutar de sus propios errores.
El mundo del espectáculo da pocas oportunidades de equivocarse, la verdad. Un fracaso estrepitoso puede llevar una carrera brillante al ostracismo, porque muchas veces es verdad eso de que el público no perdona. Y todos conocemos del triste final de artistas que se han visto privados del favor del público, que otrora les adoraba. Pero los errores existen, y es difícil enmendarlos. Hasta en lo más alto, o si no que se lo digan a los protagonistas de El cielo se equivocó, que hasta El cielo puedo esperar.
Nuestro teatro es campo abonado para lo que algunos consideran errores, que en muchos casos no son sino diferencias de criterio. Y tenemos nuestra propia manera de enmendarlos: los recursos . Con ellos se solicita que el órgano judicial correspondiente cambie la resolución por otra más favorable. Y ahí hay de todo, como en botica. Desde los que están fantásticamente razonados hasta los más pintorescos, los de una extensión tan densa que han motivado que el propio Tribunal Supremo se plantee limitarla –algo a lo que ya dedicamos un estreno- hasta los que se despachan con un folio de mero formulario, en ocasiones con la coletilla de “siguiendo instrucciones de mi mandante”, a los que se suele responder con una impugnación tan de formulario como el recurso que la motivó.
Personalmente, siempre me he planteado la eficacia del recurso de reforma, o su hermano civil, el recurso de reposición Eran los que en el consiguiente tema de a oposición nos definían como recursos no devolutivos, a resolver por el mismo órgano que dictó la resolución recurrida, en contraposición a los devolutivos, que son resueltos por un órgano superior en jerarquía. Porque sí, señores, también hay jerarquía en la carrera judicial, por más que solo a prediquen de los pobres fiscalitos y fiscalitas. Así que sigo con la duda de si tiene algún sentido volver a pedirle lo mismo a un juez que no nos hizo caso. Igual son cosas mías, pero confieso que a lo largo de mi vida toguitaconada puedo contar con los dedos de a mano los recursos de esa especie que han prosperado. Y los que lo han hecho, ha sido fundamentalmente por una cuestión de ambigüedad o por un error material. Y en ambos supuestos existía otra vía: el recurso de aclaración para los primeros, y la corrección de oficio para los segundos, que ya dice la ley que el mero error de cuenta solo dará lugar a su corrección. Aunque me he encontrado algunos errores de esta clase curiosos, como el exceso de ceros, que convertía 5.000 euros de indemnización en 5.000 millones, o las 36 puñaladas que quedaron plasmadas en 360 por una jugarreta del teclado. Y, por supuesto, los cambios en los nombres, debidos al uso de otro dictamen como modelo, y que ha provocado que un juez se ponga en libertad a sí mismo, o que procese a la procuradora.
Desde luego, un sistema de recursos es sano y responde a la tutela judicial efectiva. El verdadero problema estriba en cómo devolvemos las cosas al mismo estado en que se encontraban, y que pasa con las situaciones creadas en el ínterin. Y de ahí los problemas de la ejecución de estas sentencias.
Pero hay supuestos en que los efectos de este tipo de situaciones son tremendos, y de difícil solución. Y la casuístIca nos ha regalado más de un ejemplo en los últimos tiempos. Sobre todo, cuando el órgano que pone fin es todo un señor órgano, como el Tribunal Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Ahora mismo, nos encontramos con las dichosas claúsulas suelo que, en virtud de una resolución del Tribunal Europeo, han devenido abusivas y reclamables de un modo que la justicia española había desechado. Así que nos llega el diluvio y nos pilla sin paraguas. Y el invento –por no decir ocurrencia- de quien debe resolverlo ha sido más bien chapucero. Algo así como impedir que ese diluvio nos inunde poniendo un dedo para taparnos en vez de buscar un lugar seguro para cobijarnos. Y no quiero ni pensar los pobres jueces y juezas recién estrenados –que no en prácticas- que van a tenerse que hacer cargo de un aluvión de demandas que tratan de una cuestión a la que la oposición que han aprobado meritoriamente solo dedica un tema. Tremendo. Y a pagarlo pocarropa, es decir, el justiciable. Porque él será quien acabará empapado y con una pulmonía de campeonato tras El diluvio que viene.
Otro ejemplo es el de la famosa amnistía fiscal. Declarada inconstitucional por nuestro Tribunal, resulta que la situación no deja de ser pintoresca, por no llamarla de otro modo. Así que quienes se acogieron a la posibilidad de escaquearse de buena parte de sus impuestos lo hicieron por una ley respecto de la que el Tribunal Constitucional ha dado un buen tirón de orejas, pero que les quiten lo bailado, porque lo que no pagaron ya no se lo quita nadie. Mientras los pobres contribuyentes de a pie nos dejamos parte del sueldo en las arcas públicas, esas mismas que nos instaban a apretarnos el cinturón por el bien común. Y se nos quedó una cintura de avispa mientras otros no usaban ni de cinturón siquiera y dejaban expandirse su imaginaria barrigota. Ni falta que les hizo.
También es sonrojante lo ocurrido con las tasas judiciales, esas tasas cobradas en su día para acabar siendo declaradas inconstitucionales cuatro años después, cuando ya otra ley había dicho eso de donde digo digo digo diego y las había eliminado para personas físicas. Sin devolución de lo cobrado y, desde luego, sin ninguna posibilidad de reparación para quienes no pudieron litigar en su día porque no tener dinero para pagarlas les hizo desistir. Y ahí siguieron -y siguen- sus flecos, las aplicables a PYMES y ONG, que ya tiene delito que una organización humanitaria haya de pagar para reclamar derechos.
Y no son los únicos casos. En mi tierra, sin ir más lejos, se han llevado por delante Constitución en mano, la ley propia de derecho civil, dejando en el aire situaciones creadas a su albur, referentes a temas tan importantes como la custodia compartida o el régimen matrimonial.
Así que ahí queda eso. Que rectificar es de sabios, pero a veces más valía haberlo pensado antes de hacer algo. Y cuidado con los remedios, porque como dice el refrán, a veces es peor el remedio que la enfermedad.
Por todo eso, hoy el aplauso es para el justiciable. Porque es quien acaba pagando los errores, algunos de ellos evitables. Y porque, con todo, mantienen su fe en la Justicia. O no
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