Disfrazarse es, desde luego, algo muy normal en el mundo del espectáculo. Tan normal que, para interpretar otras vidas, es necesario adoptar la vestimenta de aquél a quien se interpreta. En ocasiones, se nota poco o se limita a adoptar la ropa de la época adecuada. En otras, La Máscara es suficiente para adoptar diferentes personalidades, y en otros, todos los personajes la llevan, como en esos salones venecianos donde Casanova hacía gala de sus supuestos encantos. Y en el universo patrio, tenemos nuestro propio rey de los disfraces, Mortadelo, tal como pasó del tebeo a la pantalla. Sin olvidar lo importante que es el disfraz para cualquier superhéroe, desde el clásico Superman hasta la reciente WonderWoman, pasando por un montón de seres dotados de Los Increíbles superpoderes, indisolublemente unidos a su traje y su capa.
Nuestro teatro les anda a la zaga. A veces imperceptibles y a veces menos, también los disfraces aparecen con frecuencia a uno y otro lado de estrados. Quizás mucho más de lo que somos conscientes.
En primer término, los habituales nos disfrazamos casi cada día. Nuestras togas, con o sin tacones, con o sin puñetas, son el uniforme con el que representamos nuestras funciones diarias. Pero más allá de lo evidente, mucho hay que hablar sobre disfraces y su repercusión en nuestro mundo.
La de disfraz es una agravante recogida en nuestro Código Penal, heredera de una tradición constante. Por el contrario de lo que una tiende a pensar cuando se lee, no es necesario ir vestida de lagarterana, de personaje de StarWars o de cualquiera de Los Tres Mosqueteros para que sea de aplicación. Basta con emplear cualquier artificio que impida el reconocimiento del delincuente y, por tanto, dificulte su persecución. Una gorra, un casco de motorista o un pasamontañas –lo que mi madre llamaba toda la vida “verdugo”- son lo más habitual, aunque en otro tiempo lo fuera la tradicional media para deformar el rostro, muy apreciada por Makinavaja para sus fechorías. Y, por supuesto, la famosa braga que, pese a lo que su nombre indica, no es ninguna prenda de lencería femenina sino una bufanda venida a más. Recuerdo a un detenido que, en su día, me contestó indignado, a la pregunta de si empleó una braga para cometer el atraco, que él eso lo usaba para otras cosas. Faltaría más.
Y, por supuesto, la cosa da para más de una anécdota. Me cuenta un compañero la de un habitual transeúnte de Toguilandia que se valió de una bolsa del propio supermercado que se disponía a atracar, colocada en su cabeza y con dos agujeros recortados. Ni que decir tiene que, tras gritar de semejante guisa “esto es un atraco” fue de inmediato reconocido por los parroquianos y abortada su más bien cutre acción depredatoria. Como no podía ser de otro modo.
Otra compañera me cuenta de su experiencia al hilo de un antiguo juicio de faltas en torno a un incidente surgido con el cobro a un moroso. En ese caso, en lugar de ir ataviado de cobrador del frac o de pantera rosa, el cobro lo realizaba vestido de payaso. Y con ese uniforme se presentó, ni corto ni perezoso, el día del juicio. Sin ser consciente de que estaba ante su minuto de gloria, porque tal vez nunca provocó tanta hilaridad –aunque contenida- su atuendo de clown.
Y es que los juicios de faltas nos dejaron muchas vivencias inolvidables. Como la de otra compañera que me relata cómo un juez, en una vista por falta de respeto a los agentes de la autoridad, preguntó a éstos “si iban convenientemente disfrazados”. No obstante, lo mejor fue la respuesta del agente aludido que, sin amilanarse, dijo “sí, señoría, al igual que usted va disfrazado en estos momentos con la toga”. Por supuesto el juez, apercibido de su lapsus, pidió disculpas y aclaró que, obviamente, quiso decir “uniformados”.
Pero si hay ocasiones en que la cosa puede alcanzar tintes esperpénticos, ésa es la comisión de delitos en plena celebración de Carnavales. Me cuentan un caso en que la víctima de unas puñaladas describió a su agresor como “el que iba disfrazado de oso”. Pues bien, ante tal afirmación, se procedió a efectuar la rueda de reconocimiento, con todos los comparecientes disfrazados de plantígrados. Confieso que daría de buen grado un par de tacones por haber asistido a tal reconocimiento que, además, se solventó identificando al autor.
Recuerdo que hace algún tiempo, fue noticia la asistencia de un juez al juzgado de guardia directamente desde los carnavales y con el disfraz de mosquetero que llevaba. Ignoro si es una leyenda urbana y, si no lo es, cómo acabaría la cosa, pero ahí queda.
Lo que sí me cuentan como verídico es la comparecencia de un abogado de guardia vestido de Nazareno de El Cautivo, directo de la procesión. Y claro, su patrocinado fue preso, para no desentonar.
Y las cosas no acaban en Carnavales ni Semana Santa. A veces, la propia bisoñez de los delincuentes o aspirantes a serlo aborta sus propósitos. Tal cosa le ocurrió a un aprendiz de atracador que se encontró que, pese a lucir orgullosos junto a su compinche su capucha, fue increpado por una de las presuntas víctimas, que le preguntó si no era Ismael, el hijo de la peluquera. El compinche, desolado, le dijo “Ismael, nos han pillado”, y ahí acabó su aventura. En su momento, la avispada mujer explicó que si era capaz de reconocerlo de Nazareno, cómo no iba a hacerlo con una simple capucha. Elemental, querido Watson.
También me cuentan de una atracadora que, para realizar su fechoría en una joyería, se abasteció de un bonito disfraz, peluca rosa incluída, en la tienda de chinos cercana. Lo que no esperaba la pobre es que eso fuera precisamente su perdición, ya que el dueño de la tienda la reconoció como la compradora de las prendas con las que pretendía pasar desapercibida.
Y, del otro lado de estrados, me llega una sabrosa anécdota protagonizada por una aspirante a abogada. En un caso práctico, le plantearon el supuesto de un Letrado que, sin título que le habilitaba, actuaba como tal. Acertó al calificarlo de intrusismo pero se pasó de frenada al venirse arriba y aplicar la agravante de disfraz, razonando que, al no ser Abogado, la toga tenía tal consideración. Y bien pensado, tampoco es ninguna tontería, si no fuera porque va incluido en el tipo legal, ya que difícilmente uno pueda actuar de abogado y no portar toga en la sala de vistas.
Por todas estas historias, hoy mi aplauso va, de nuevo, para todos esos compañeros y compañeras que comparten sus vivencias. Un material impagable para seguir representando estas funciones Con Mi Toga y Mis Tacones. Y hasta soy capaz de disfrazarme de animadora y agitar mis pompones para ofrecérselo. Mil gracias.
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