Es difícil, si no imposible, describir cual sería el horario de un artista. Una de las cosas que caracterizan su profesión es precisamente esa. Horarios indeterminados, jornadas maratonianas al lado de días completos de asueto, temporadas infernales de trabajo junto a páramos de actividad. Giras, promociones o estrenos en que la actividad es frenética, y temporadas de calma. Ser artista es lo que tiene. Días de mucho, vísperas de nada. Para ellos, que trabajan en otros parámetros que el resto del mundo, nada de Fiebre del Sábado Noche ni Por fin ya es viernes. El mayor espectáculo del mundo tiene sus tiempos propios.
También nuestro teatro comparte parte de esta característica. Y aunque a primera vista pudiera parecer que nos regimos por patrones rígidos de días y horas de oficina, nada más lejos de la realidad. Lo miremos por donde lo miremos.
Más de una vez me han preguntado cuál es nuestro horario. Pregunta difícil donde las haya, primero porque depende de a quién se refiera, y, segunda, porque depende de qué se entienda por horario. De momento adelantaré algo que sé desde el mismo momento en que decidí embarcarme en esta nave: aquí es imposible tener unos días y horas de trabajo fijados. Recuerdo que, a la hora de elegir, tras terminar la carrera, hacia dónde encaminaba mis pasos, una buena amiga dijo que ella subía en otro barco que ni quería trabajar a horas distintas que las estipuladas previamente ni llevarse deberes a casa. Acertó de pleno a la hora de sacar otro pasaje para su travesía. Aunque pese a eso he de reconocer que yo con mi barco creo que también acerté. Es cuestión de conocer las condiciones en las que se va a cruzar el mar, y de cruzar los dedos para no acabar como el Titanic.
Por un lado, hay que distinguir de cuál de nuestros intérpretes estamos hablando. Porque, aunque los días y horas de audiencia están fijados, algo así como el horario de oficina conocido por todos, no es cera todo lo que arde, ni todos llevamos iguales cirios en la procesión. A un lado del espectro, los funcionarios, que tienen un horario más tasado, fijado en un numero de horas por convenio y que, salvo los casos de prolongación de jornada, comprenden el horario habitual de mañanas en días lectivos. Muchos de ellos, unen a eso los días y horas de guardia, variables según sea su puesto. Al otro lado, los abogados, que no tienen en absoluto ni días ni horas establecidos y que dependen de la atención en sus despachos, el señalamiento de las vistas, y las asistencias en guardias –los que las hacen-, y que además se ven a veces en verdaderos laberintos para que no coincidan unos y otros. Buscando el hilo de Ariadna me he encontrado a más de uno. Y el Minotauro sin aparecer
Y, en medio del panorama, los demás. Jueces, fiscales y LAJ dependiendo de cosas diversas como vistas o guardias. Porque, además de las llamadas horas de audiencia, una sabe cuando lleva a la sala su toga y sus tacones, pero jamás cuando termina. Los juicios no siempre empiezan con puntualidad , y cualquier imponderable puede retrasarlos. Y, a partir de ahí, cualquier cosa es posible, porque basta que falle una de las piezas del puzle para que el cuadro se descomponga. Si un juicio se alarga más de lo debido, o se suspende otro que iba a ser largo, podemos encontrarnos con horas muertas o recesos largos, o podemos acabar a las tantas sin que nadie lo compute como horas extras. Con comida en medio o sin ella, lo que a veces hace que las tripas protesten de un modo difícil de disimular. En cuanto a las guardias, como su propia naturaleza indica, suponen quedarse de presencia o permanencia hasta que el trabajo se acabe, o volver a horas intempestivas. Cosas como levantar un cadáver o un habeas corpus nos sacan de la cama con más frecuencia de la que quisiéramos. Y allá que tenemos que ir, con la legaña pegada y rezongando en arameo.
Cuando empecé en este teatro, recuerdo que el reparto semanal de trabajo parecía el de Canción Triste de Hill Street. Más de una vez me quedé esperando que el Fiscal Jefe nos dijera eso de “tengan ciudado ahí fuera”. Y las cosas no han cambiado mucho. Sigue existiendo esa especie tan temida del señalamiento sorpresa, ése al que tienes que acudir a correprisa porque el papelillo de la notificación se quedó en algún punto de ese agujero negro del espacio que todos sabemos que se traga los papeles por obra y gracia del sello del juzgado, que debe tener un efecto esotérico aún no descubierto.
Pero hay otro horario. El que no se ve. Las horas que una pasa en casa, ya sin toga y tacones, o hasta en el despacho, dando vueltas a ese dictamen o a esa resolución que tiene que acabar, o a ese recurso del que se pasa el plazo. Y también las horas que necesita para ponerse al día de todos los desmanes que un legislador motorizado ha tenido a bien obsequiarnos. Los dichosos deberes, como los niños. Con cafés o tés en medio, o sin ellos, con descansos, o sin ellos. Depende de lo que el tiempo apremie. Y, ahora, de lo que el dichoso lexnet tarde en conectarse, por descontado.
Así que ahí va el aplauso. Esta vez, dedicado a todos los que saben que el horario es la falta de horario y lo asumen. Porque ese es el espíritu de nuestro teatro.
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