Desde que era niña, he odiado esos anuncios en que infantes presuntamente contentos, daban saltos de alegría ante la perspectiva de volver a las aulas. Nunca entendía por qué estaban tan contentos, que tener unos zapatos nuevos con puntera reforzada o un rotulador útil para diestros y zurdos no es para tanto. Ni que el hecho de que tus padres se pudieran ahorrar el quince por cierto en unifomes o libros de texto fuera algo para echar cohetes. Igual es qe soy rarita, pero lo sigo viendo igual. Tal vez sea porque mi toga y mis tacones están esperándome en el mismo sitio de siempre. En nuestro teatro, que es de lo que se trata.
Pero, por tópico que resulte, en el teatro, como en cualquier ámbito de la vida, el regreso es un tema recurrente. Ya se trate de empingorotados británicos de Retorno a Brideshead o los menos empigorotados y patrios personajes de la España profunda de Volver o los de la oscarizada Volver a empezar, o se trate de personajes de ciencia ficción, como en el Retorno del Jedi. Hasta subiéndonos de tono, que ya se sabe que El cartero siempre llama dos veces, la vuelta es precisa. Y es lo que tiene. Se acabaron las galas, las giras de verano y los temas supuestamente refrescantes. Hay que volver a la rutina.
Y en nuestro teatro, por supuesto, no podía ser de otro modo. Después de unas vacaciones disfrutadas muchas veces a salto de mata, ya que la supresión de sustitutos convierte hacer los repartos de trabajo en obras de ingeniería, se impone el regreso. Así, sin anestesia, que aquí no hay síndrome postvacacional que valga.
Y, como si de un viacrucis se tratara, empezamos. Porque nosotros, además del trauma que para cualquiera supone quitarse el traje de baño y las chanclas –de nuevo con mi toga y mis tacones-, tenemos algunas peculiaridades que hacen que nuestra vuelta al cole tenga un sabor especial, como la canción. Aunque no todos estemos en Sevilla.
Comenzamos. Tras llegar, el primer escollo es superar el ataque de pánico que nos entra solo con pensar cómo se encontrará nuestra mesa. La mesofobia. Un síndrome médico digno de estudio que consiste en esencialmente en sudores fríos provocados por el terror que produce no conseguir ver el tablero y la silla, sepultados por expedientes. Y que este año viene más virulento, porque se ha complicado con otro problema grave, la reformitis aguda, un virus que nos ha pillado a todos. Y lo malo es que no hay vacuna que valga, más allá de estudiar, estudiar y estudiar. Y llorar, llorar y llorar.
Pedir socorro, consultar foros, preguntar a compañeros son un tratamiento sintomático eficaz, pero solo sintomático, no terapéutico. Nos quita el susto, pero la mesa sigue ahí, desafiando a la ley de la gravedad con el equilibrio inestable que mantienen carpetas y carpetillas, que parecen mirarnos ansiosas esperando que les hinquemos el diente. Y ahí hay para una indigestión. Otro problema médico a añadir a la lista.
Pero nada, está visto que esto de la mesofobia es una enfermedad crónica. Que hay que tratarla dejándose las cejas, y que tiene brotes, que surgen indefectiblemente al volver de vacaciones, permisos y hasta cursos. Y, lo que es peor, cuando una se ha visto enfrascada en un juicio largo y ha dejado abandonada a su suerte el expediente nuestro de cada día.
Pero no desesperemos. Igual algún día alguien da con una vacuna efectiva. Que se llama medios personales y materiales dignos. Y para ese será nuestro aplauso cuando el día llegue. Si llega, claro.
Mientras tanto, mi toga, mis tacones y yo seguiremos esperándolo. De momento, como dice la canción La vida sigue igual.
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