
Es difícil adivinar el futuro. Lo hacía, con bastantes efectos secundarios, el adivinador de Big, la de Ghost y La vidente que sea, en multitud de películas y series. Incluso el título de algunas obras incluye la adivinanza, Adivina quién viene esta noche, Adivina quién soy o, por qué no, Dime quién soy. Pero ahora la adivinación se nos quedó corta. Hasta la ciencia ficción que pudiera augurar esta pandemia hubiera resultado increíble, de hecho, ver de nuevo películas como Contagio o Estallido pone los pelos de punta Pero aquí está. Y ahora empieza el tiempo de saber lo que se quedó para siempre, mientras pasa Lo que queda del día.
En nuestro teatro los efectos de la pandemia se han dejado sentir, y mucho. Por un lado, han dejado nuestras vergüenzas de pobreza de medios al descubierto, y, por otra, nos hemos tenido que acoplar a nuevas cosas, que a la fuerza ahorcan. Algunas pasarán y otras quedarán para siempre. Y de eso precisamente es de lo que tratará esta función, del poso que permanecerá en la taza cuando nos hayamos bebido este café tan amargo y tan largo.
Lo primero que ha entrado en crisis es esa manía tan nuestra del presencialismo. A pesar de estar en pleno siglo XXI, con unos avances tecnológicos que nos permiten –a las pruebas me remito- no salir de casa, en Justicia seguíamos con una legislación y unos procesos donde los traslados físicos de los expedientes, con sus cuños y sus sellos, eran lo normal. Y donde todavía funcionan como el colmo de la modernidad el correo con acuse de recibo con sus papelitos rosas, el fax –sí, sí, es tecnología punta- y hasta el telegrama, que mucha gente joven no sabe ni qué es. Y, por supuesto, la necesidad de que todas las partes estén presentes en una comparecencia de trámite para lo cual es posible que tengan que recorrerse muchos kilómetros, tanto el ministerio fiscal, que puede tener su sede lejos, como, por supuesto, letrados y letradas, y procuradores.
Tuvo que llegar una pandemia para convencer a quien haya que convencer que otro modo de actuar es posible. Lo primero, algo obvio. Que tener al procurador o a la procuradora como un pasmarote durante todo el juicio no sirve de nada. Su función es otra, que hará antes o después. Y no hacía falta una pandemia mundial para hacerlo ver.
También hemos descubierto las bondades del teletrabajo Cuando antes parecía una irresponsabilidad quedarse en casa, aunque fuera con todos nuestros expedientes a cuestas, ahora la irresponsabilidad es acudir adonde no sea estrictamente necesario. Si somos inteligentes, el teletrabajo quedará, siempre para lo que sea necesario y sin pasarse de frenada. Pero ojo con no confundir, como dije en su día, teletrabajar con llevarse el trabajo a casa. Eso ya lo veníamos haciendo, con nuestra maletita y nuestro troller . Ahora se trata de dar un paso más y que los expedientes lleguen telepáticamente, sin cargar con ellos. Aún queda un poco, sin duda. Y el primero que habrá que resetearse será el autocorrector , que sigue empeñado en confundir lo telemático con lo telepático. Aunque un poco de eso siempre haya.
Otras de las cosas que quedarán serán, sin duda, la celebración de vistas y comparecencias por videoconferencia o similar. Después de mucho pedirlo, un virus ha hecho más que muchas reivindicaciones, y no se han abierto los infiernos por hacer una comparecencia de prisión, o de orden de protección a través de las pantallas, Y hasta juicios, si nos ponemos, aunque todavía tenemos que avanzar en medios y mentalidad. Confieso que hemos celebrado declaraciones hasta por videollamada de WhatsApp si se ha terciado y nadie se ha opuesto. Ahora bien, no nos vayamos al otro extremo. Hay cosas que son difíciles de apreciar sin presencialidad, y no se puede medir todo por el mismo rasero. Las declaraciones de víctimas, sin ir más lejos, pierden mucho con pantallas de por medio, y más cuando van aderezadas por interrupciones porque no se oye bien o se corta la emisión. Seguro que el sentido común, por poco común que sea, nos dice cuándo es preciso estar en persona.
También imagino que, con la costumbre, dejaremos de vivir esas covinécdotas que tanto nos hicieron reír en medio de la tragedia. Esas imágenes de hijos e hijas o hasta de mascotas, interrumpiendo en mitad de una comparecencia, o lo traicionera que resulta la pantalla o el micro cuando se deja abierta a destiempo eran fruto de la novedad, y acabarán desapareciendo. Con lo bien que viene una buena anécdota de vez en cuando
Sin embargo, algo que estoy segura que perderemos y lamento son los cursos presenciales. Una vez abierto el melón de los cursos on line, infinitamente más baratos al no tener que pagar desplazamientos, es difícil que volvamos a vivir esos cursos donde se aprendía casi más en los cafés y pasillos que escuchando las ponencias. Una pena. Ojalá vuelvan, aunque no sea en todo su esplendor.
Lo que espero que se marche para siempre es la mascarilla. Por más que pase el tiempo, no me hago a la dificultad de respirar, a la pérdida de expresividad y matices al no ver parte de la cara y a los sarpullidos de mi piel por el contacto de esa pieza tan odiosa como necesaria. Tal vez los dermatólogos hayan visto incrementado su trabajo, pero lo han perdido los fabricantes de pintalabios. Sé que aun falta, pero no veo el momento de hacer una hoguera con ellas. Tal vez pueda remedar las fallas que no pudimos celebrar. Crucemos dedos para que sea pronto.
Y hasta aquí, la función de hoy. El aplauso, sin duda, es para quienes siguen tragando ese café tan amargo, y con especial cariño para quienes han tenido que dar los peores tragos de enfermedad y pérdida. Que se acabe de una vez