Cometer errores es algo de lo más común. Las palabras se las lleva el viento pero, en cuanto toman forma en el papel, perpetúan eso de “quien tiene boca se equivoca” y ya no hay viento que se lo lleve. En el teatro, existía en su día la figura del apuntador que, desde su concha, iba anticipando los diálogos por si los intérpretes tenían fallos de memoria. De ahí viene el dicho de que “muere hasta el apuntador” para referirse a un final dramático, que lleva a clave de humor la última escena de La venganza de Don Mendo. El cine y la televisión, con la posibilidad de repetir escenas, ya no usan de esto, aunque han hecho de las tomas falsas casi un género propio.
En nuestro teatro también se cometen errores, cómo no, y se tratan de corregir de la mejor manera. Y, como nuestro instrumento es el papel, que de cero poco tiene, ahí es donde se tiene que corregir. Y se hace, claro. Pero a veces quedan gazapos, la prueba del delito, o del error, en este caso.
Cuando empezaba a escribir mis primeras letras toguitaconadas, era El imperio del tippex. Cuando en otros ámbitos ya empezaban a ser comunes los ordenadores, nosotros, como siempre, con años de retraso, escribíamos con bolígrafo –bic de punta fina, por caridad- que, en unos casos pasaban a máquina los funcionarios correspondientes, y en otros así quedaban. No hace tanto tiempo que los informes del Ministerio Fiscal se hacían a la vuelta del papel donde se nos daba traslado y a mano. Recuerdo que en mi primer destino, mi fiscal jefe elogiaba mi letra y la de otra compañera como una virtud extra, y hasta así lo hizo constar en un informe que le requirieron por un rifirrafe con una juez un tanto pejiguera que se negaba a recibir nuestros informes porque, según decía, eran ilegibles. Aunque solo dijeran “Visto”, por cierto. Menos mal que el cuño, que todavía es una parte imprescindible de nuestros instrumentos de trabajo, le facilitaba esa faena.
Así que cuando una se equivocaba, sobre todo en aquellos informes a mano, no quedaba otra que echar mano del consabido tippex, ese liquidito blanco que tan útil resultaba. Porque igual sirve para corregir un escrito, como para parar una carrera inoportuna en las medias, o hasta para rotular una silla o una grapadora, que si no, vuelan. Aunque algunas veces se derramaban y acababan en un desastre de escrito de mucho cuidado. Cutre, cutre, la verdad. Y ojo, que como yo todavía conocí la época de las Olivetti, también era muy práctico en los escritos a máquina, porque lo de corrector automático tampoco se conocía. Todavía recuerdo aquella vetusta fórmula, que nos hacían poner tras un tachón o una apaño con tippex: «lo enmendado vale», fecha y firma. Para que no quepan dudas
Ahora, salvo algunas excepciones –conozco algún juez que todavía dicta sus resoluciones- escribimos al teclado del ordenador. Y, sea por nuestra impericia, o por los caprichos de las ondas, si nos descuidamos salen cosas capaces de sonrojar a cualquiera. Para muestra un botón. Es bien conocido que la Ley Orgánica del Poder Judicial se publicó en el BOE, en el año 1985, con una errata antológica: la de sustituir la “P” por la “J” dando como resultado una palabra muy proclive al chiste fácil y hasta subidito de tono..
Y, si les pasa a los señores que hacen el BOE, cómo no nos va a pasar a cualquier toguitaconada de a pie. Porque, además, el corrector automático parece estar poseído en ocasiones por un duende maligno que ríanse ustedes de las maldades que Gargamel hacía a Los Pitufos.
Uno de los gazapos más habituales, y que se desliza cada dos por tres, es el relativo a las notificaciones que, por más que nos empeñemos en decir que son telemáticas, el predictivo sustituye automáticamente por “telepáticas”. Y la verdad es que tal vez sea menos error de lo que parece porque, habida cuenta de las dificultades para conseguir que lleguen, sería más que deseable que la telepatía entrara de verdad en juego. O no, porque si alguien leyera la mente de quien se encuentra delante de ese circulito que no para de dar vueltas sin quererse conectar, se llevaría un buen susto. Sapos, culebras y todos los improperios imaginables. Y con razón.
Pero hay muchas palabras que desaparecen de nuestro escrito y son mágicamente sustituidas por otras que nada tienen que ver o que cambian el sentido. Hoy, sin ir más lejos, el corrector del sistema Fortuny, el que usamos los fiscales, decidió ponerse creativo y sustituyó mi aburrida referencia a “delito”, por Eliot, mucho más entretenido, dónde va a parar. No sé si es tan listo que sabe de mi querencia al ballet y quería recordarme a Billy Elliot, si me quería convertir en una de Los Intocables de Elliot Ness, o, lo más probable, que me mandara a mi casa como repetía ET a su amiguito Elliot.
Y otra de las cosas traicioneras, son las Ñ, según el teclado y el ordenador que usemos. Pero convertir año en ano, o cono en coño, sobre todo cuando se conjugan verbos como “entrar” o “penetrar” es algo tan frecuente como peligroso.
¿Y qué decir de la compañera que, por mor de la gracia de un corrector avispado, convirtió a la Compañía de Seguros Aurora – empleado en su abreviatura Cía- en la Tía Aurora que, citada como testigo, dio serios quebraderos de cabeza al funcionario de auxilio judicial que debía dar con ella, y hasta a la policía a la que se tuvo que acudir para localizarla.
Y es que una sola letra puede cambiar muchas cosas. En una ocasión, fui a un juicio con un escrito de calificación en el que el acusado le daba patatas a la víctima. El famoso delito de pataticidio, vaya. Obviamente, modifiqué alegando eso de que “el error de transcripción solo dará lugar a su corrección”, pero lo cambié por “puntapiés” para evitar equívocos. Y hace nada, en una red social, alguien se lamentaba por cambiar un “camino” por un “comino”, con los matices de importancia que hay entre uno y otro. Debe ser que los correctores también se ponen en modo Carpanta y ven comida por todas partes. Salvo, claro está, que se trate de términos tan ambivalentes como “chorizo”, pero esa es otra cuestión.
Así que ahí queda mi aplauso. Para esos correctores que, con sus caprichos, nos sacan una sonrisa en el momento más insospechado. Y, por supuesto, a quienes se ven en la obligación de rectificarlo. Entre el Trágame tierra y el humor.
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