No hay dos sin tres. O eso, al menos, reza el dicho popular, que también apostilla lo de que a la tercera va la vencida. Y no sé si seremos Vencedores o vencidos, pero aquí está la tercera entrega de esas medidas cautelares con que apuntalamos nuestros procesos. Los pilares de la tierra o, más bien, los de ese mundo llamado Justicia.
Ya hablamos de la prisión, y de su antagonista, la libertad, como la más gravosa de ellas. Ya en aquel estreno asomaba la cabeza nuestra estrella de hoy, la fianza, que no quería quedarse sin su minuto de gloria. Y aquí lo tiene, que no se diga. Que, como ya dijimos, Poderoso caballero es don dinero y no podría dejar de serlo en nuestro teatro. Coge el dinero y corre. O no.
Aunque las entrañas de nuestro escenario no andan sobradas de inversiones, que no hay más que ver qué medios materiales y qué sedes nos gastamos, ello no significa que no veamos pasar, ante nuestras propias narices, cantidades ingentes de dinero, o la expectativa de tenerlos. Y eso, evidentemente, hay que asegurarlo antes de que desaparezca.
El término fianza es bien conocido del público en general. Cualquiera que haya alquilado un piso se habrá encontrado con esa obligación de entregar un dinerillo a cuenta, al igual que ocurre al reservar una viaje o hacer cualquier otro encargo. Pero en Derecho las cosas nunca son tan sencillas, aunque en más de una ocasión debieran serlo. Por eso la fianza no siempre es lo que parece, y por eso mismo da lugar a más de una confusión, sobre todo, cuando de medidas cautelares hablamos.
La fianza es, por un lado, un contrato regulado en el Código Civil. Este sentido de fianza es el que más se parece a lo que nos piden al alquilar un piso. También es semejante a eso que piden muchos hijos a sus padres cuando se compran una vivienda y les exigen una avalista, y que tantos quebraderos de cabeza ha causado a más de uno cuando explotó la burbuja inmobiliaria. Pero esas fianzas, aunque comparten la función de asegurar el cumplimiento de una obligación, no son medidas cautelares del proceso, que es de lo que trata esta saga.
Para el público en general, la fianza es eso que uno paga para no entrar en la cárcel. Y sí, es cierto, aunque con matices. En nuestro país no ocurre eso de que el papá va a recoger a su hijito al calabozo, donde ha ido a caer tras haberla liado parda una noche de juerga, y previo pago, se lleva a su rorro de una oreja. Aquí la fianza para eludir la prisión la decreta un juez, tras la comparecencia al efecto con la intervención necesaria del Ministerio Fiscal, y puede acordarse tanto decretando la prisión, que puede tornarse en libertad si se deposita la cantidad fijada, como al revés, que se decida la libertad que se tornará prisión si en determinado plazo no se hace el ingreso oportuno. Nunca dejaré de sorprenderme de lo rápido y milagrosamente que la gente que se decía insolvente encuentra cantidades imposibles de dinero en cuanto la amenaza de los barrotes se cierne sobre sus cabezas. Y la cara de boba que se le queda a una en muchos casos. Recuerdo una vez, en los primeros días de mi vida toguitaconada, que, tras pedir una fianza de varios millones de pesetas –sí, pesetas- a un muchachito acusado de tráfico de drogas, ví cómo su madre sacaba allí mismo del bolsillo de su mandil un fajo de billetes que incluso superaba la cantidad. ¡Y hasta nos ofrecía una propina! Una cantidad, que, por cierto, yo no gano ni en varios años aunque haga guardias remuneradas todos los días de mi vida.
Pero aparte de esta modalidad de fianza como medida cautelar, también hay otra, que muchas veces se confunde. Se trata de la fianza para asegurar la responsabilidad civil en un proceso penal, y se fija, si procede, en el propio auto que pone en marcha la última parte del proceso, pero sin ninguna referencia a prisión. Si no se pagara, la consecuencia nunca seria la cárcel, sino el embargo de los bienes que se encuentren. Pero, como estamos en un procedimiento penal, no siempre se tiene tan claro y alguna vez he leído lo contrario en algún medio, o lo he oído de algún tertuliano inspirado. Y nada de eso. No se pueden mezclar churras y merinas. Como tampoco se debe confundir con la multa, que no es otra cosa que una pena impuesta en sentencia, y cuyo incumplimiento sí puede dar lugar, como responsabilidad personal subsidiaria, a la prisión.
Pero, aunque sea la reina, no es la única medida cautelar de carácter económico. A su ladito, tenemos el embargo, que, tanto en el proceso civil como en el penal, tratan de asegurar el resultado del proceso poniendo un cepo imaginario en los bienes del investigado o el demandado. Para evitar que no sucumba a la tentación de, en un súbito ataque de generosidad y amor paterno filial, regalar todo su patrimonio a sus descendientes para que nadie pueda hacerse con él. Y no es que yo dude del amor paterno filiar y de los súbitos arrebatos, pero hay algunos que dan que pensar.
También a la verita de aquellos, tenemos cosas como el comiso y el secuestro de bienes. Que dan lugar al depósito, en los archivos, de las cosas más pintorescas. Porque aparte de decomisar bienes como vehículos u ordenadores, a los que se les puede dar un uso directo o indirecto, en el concepto de «instrumento del delito» pueden entrar cachivaches de lo más variado. O cosas que en su día servían y hoy no aprovechan si no es para un museo. La de radio cassettes de coche, equipos de música o electrodomésticos que harían las delicias de “yo fui a EGB” o cualquier programa de refritos remember. Habrá todavía en esos archivos. Ay, si encontrara mi comediscos…
Aunque, por supuesto, y para que nadie se lleve a engaño ni tenga malas tentaciones, cuando se trata de cosas de ilícito comercio, como las drogas o las armas prohibidas, se destruyen. Faltaría más.
Así que hoy, nuevamente, el aplauso para la ponderación de quienes solicitan y decretan todas estas medidas. Que nunca es fácil acertar pero sí lo es equivocarse.
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