Es bien conocido el dicho de “más vale prevenir que curar”, aplicable a todos los aspectos de la vida. Eso de “mujer precavida, vale por dos” es un buen aforismo para aplicar en la vida diaria. Y, por supuesto, en el teatro. Mejor le hubiera ido a más de uno si hubiera asegurado los riesgos antes de embarcarse en aventuras que les llevaron al más sonado de los fracasos. Como titulaba una vieja película española, Agitese antes de usar, no nos encontremos sin haberlo previsto ante un Peligro inminente que nos deje Con la muerte en los talones. Que más vale hacer caso a los carteles de Cuidado con el perro que lamentarlo luego.
Nuestro teatro es lugar proclive al aseguramiento. Como se trata de un sitio muy serio, hay que tenerlo todo atado y bien atado para que las cosas no se nos escapen de las manos o, lo que es peor, del proceso. Asegurar la prueba, asegurar la presencia del investigado en el juicio, asegurar la integridad de las víctimas, o asegurar que no desparezcan los bienes con los que hacer frente a las responsabilidades son, a grandes rasgos, los objetivos de lo que llamamos medidas cautelares.
Siempre que se habla de medidas cautelares, nos sacan a colación dos latinajos tan conocidos que una acaba por aprendérselos de memoria y usarlos casi sin darse cuenta de que, fuera de Toguilandia, suena a chino. El fumum bonis iuiris –apariencia de buen derecho- y el periculum in mora –peligro en la tardanza- que, traducido a términos coloquiales, no sería otra cosa que un hecho que motive un proceso y unos indicios de que, de no espabilarnos en tomar medidas de aseguramiento, ese proceso pueda quedar en agua de borrajas. En dos palabras, emulando el modo de contar de un famoso torero.
Nuestras medidas cautelares son varias, y de diversos tipos. Pero la estrella absoluta es la prisión provisional o preventiva. La antítesis de la libertad provisional, que muchos se empeñan en llamar libertad con cargos como si estuviéramos en un telefilme, porque suena muy bien aunque sea un término inexistente en nuestras leyes. Con la prisión, que no siempre responde a la berlanguiana imagen del Todos a la cárcel, empezamos en nuestro teatro una serie de estrenos dedicados a las medidas cautelares. Al por si acaso, vaya.
La prisión provisional se decide tras una comparecencia donde el fiscal u otra parte acusadora lo solicita porque, en otro caso, por más ganas que tenga el juez de meter al tipo o tipa en el talego, no puede. En alguna ocasión un juez me ha dicho eso de “yo a este lo hubiera metido en prisión” después de que yo, con mi toga y mis tacones, no hubiera solicitado tal medida. Y reconozco que me produce una satisfacción malsana eso de decirle que no, que se va a quedar con las ganas. “Mala suerte, haberte hecho fiscal” he contestado alguna vez, al tiempo que sentía como me alzaba, levitando, A tres metros sobre el suelo.
La comparecencia de prisión es un momento especialmente dramático, que, no obstante, nos ha proporcionado anécdotas más que jugosas. Tipos como un armario ropero de doble puerta que se venían abajo como críos de parvulario ante un castigo de la seño, imprecaciones a todo el santoral y hasta uno que me decía que me lo pensara mejor. Pero mi preferido fue un detenido por homicidio que, en cuanto oyó mi petición de prisión, me dijo muy serio que no iba a poder ser porque él tenía claustrofobia. Con un par.
Otro efecto de la petición de prisión es que es una palabra mágica. Juro que lo he vivido. Es como el don de lenguas del que hablan los Hechos de los Apóstoles. Porque hay detenidos que juraban y perjuraban no entender una palabra de castellano y necesitar un intérprete que, de pronto, entienden perfectamente la palabra “prisión” y reaccionan a ella. Como si hubiera llegado el mismísimo espíritu santo en forma de paloma.
Y, si de fiscales hablamos, hay otro efecto secundario. Consiste en que de pronto, parece que nos volvemos tan importantes, que nuestra aparición causa una mezcla de revuelo y miedo. Pensemos, sin ir más lejos, en un partido judicial que no corresponde a una sede de fiscalía. El juez de guardia, tras estudiar los atestados y hablar con el fiscal por el medio que nos hayan proporcionado, decide convocar comparecencia. Así que el fiscal –o la fiscal- se recorre los kilómetros que sean y acude presto a La llamada. Y, a su llegada, siente, hasta físicamente, las miradas de los letrados en la nuca pensando “ya nos ha tocado la china”. Como si anduviéramos por una alfombra roja imaginaria Y no suelen equivocarse, la verdad sea dicha. Porque, salvo que la declaración cambie las cosas, que todo puede ser, suele cumplirse eso de que si hay que ir se va, que ir para nada es tontería. Aunque juraría que, si las miradas matasen, yo ya habría caído fulminada en uno de esos lances hace mucho tiempo.
La prisión provisional, como sabemos, no tiene una sola modalidad. Puede ser comunicada –lo más normal- o no, con fianza o sin ella. En cuanto a esto último, y sin perjuicio de hablar en otro momento de las fianzas, hay una pirueta jurídica que da mucho juego. Tan pronto se acuerda la prisión eludible con fianza de x euros, como la libertad, que se convertirá en prisión si en el plazo de determinadas audiencias – un día o dos, generalmente- no se presta fianza de x. Este matiz es muy importante. Supone que el tipo puede irse a su casa a buscar el dinero, o que se va a la cárcel y que sean otros los que lo busquen por él. Aun no dejo de sorprenderme en esos casos en que determinamos una fianza que nos parece la intemerata en dinero, y resulta que en un pis pas aparece ingresada en la cuenta correspondiente. Y más que curiosidad, me produce un profundo enfado el hecho de que personas que se presentaban como insolventes de repente, como si se hubiera producido un milagro, tengan tropemil euros cuando de eludir el ingreso en prisión se trata. Seguro que muchos compañeros y compañeras saben muy bien de qué estoy hablando.
También hay otra clasificación importante. La de la prisión frente a la libertad con obligación apud acta –otro latinajo que hemos asumido- de comparecer o sin ella. Se trata, en términos comprensibles para todo el mundo, de la que viene acompañada de la obligación de presentarse con una cierta periodicidad en el juzgado –quincenal, semanal, y hasta diaria- o sin ella. Sin perjuicio, eso sí, de presentarse siempre que sea llamado. La gente se sorprendería viendo las colas que se forman en determinados días de la semana delante del juzgado de guardia cuando ese día cae en festivo y es el único sitio donde pueden «ir a firmar», como ellos dicen.
Pero como para gustos hay colores, aunque creamos lo contrario, no todo el mundo se toma mal eso de ingresar en prisión. En algún caso, para sorpresa de la juez y mía, incluso nos lo han pedido. Situaciones tan dramáticas en que estar en prisión era el único modo de comer a diario, o de no drogarse. Verdaderos dramas humanos que a veces pasamos por alto. También recuerdo una ocasión en que el propio detenido, que decía estar tremendamente cabreado con su vecino, decía “métanme en prisión que si estoy fuera, no respondo”. No lo metimos, porque la cosa no era para tanto aunque él así lo sintiera. Y, por suerte, la sangre no llegó al río.
Por todo esto, ahí queda mi aplauso. Para quienes deciden solicitar o no prisión, y para quienes deciden o no acordarla. Una de las decisiones más difíciles que imaginarse pueda.
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