#DíaDeLosMuertos


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ZOZOBRA

 

El tiempo había pasado demasiado deprisa. De pronto, las horas se convirtieron en días, los días en semanas, las semanas en meses y ya estaba a punto de cumplirse un año. Acababa octubre, y yo todavía no me había atrevido a volver a entrar en su habitación.

La televisión me recordó el aniversario. Otra vez aquellas imágenes que me producían una sensación indescriptible. Como si las hubiera vivido, aunque nunca hubiera estado allí. Recordaba, como si fuera ahora, el año anterior, cuando él todavía vivía, cuando nada hacía presagiar que sería nuestra última conversación. Le pregunté, a él y a mi madre, por aquella festividad de México por el Día de los muertos, que tanto me atraía de un modo inexplicable. No era la primera vez que preguntaba por eso, y, como siempre, trataron de cambiar de tema. No insistí, pensando que no tenía la menor importancia. Pero, por alguna razón que se me escapa, las imágenes de esas calaveras pintadas de colores se me quedaron enganchadas en la mente y en el alma.

Pensé que ya tendríamos oportunidad de hablarlo. Sacaría el tema a colación cuando llegara nuestro Día de Todos los Santos, o el dichoso Halloween, como algunos preferían Seguro que vendría a cuento.

No pudo ser. El destino, escondido en una curva de la carretera mojada y mal asfaltada que conducía al cementerio del pueblo de mi abuela, le salió al paso y se lo llevó por delante. Y mi madre, que salvó el cuerpo pero perdió el alma en aquella misma curva, no volvió a ser la misma desde entonces.

A partir de aquel día, transitábamos como fantasmas por nuestra casa, sobreviviendo un día tras otro y demorando el momento de enfrentarnos con nuestros recuerdos. No volvimos a entrar en la habitación donde él tenía su guarida, esa leonera que había cuidado con mimo y donde había pasado tantas horas. Solo la empleada entraba a limpiarla de vez en cuando, seguida por nuestro perro, que gemía lastimero cada vez que se abría aquella puerta. Y, por alguna razón, se me antojaba que, aunque vivos, parecíamos mucho más muertos que las calaveras pintadas de aquella fiesta de muertos que me tenía obsesionada desde siempre.

Seguía pensando si decidirme de una vez a entrar en la habitación secreta cuando el propio destino me marcó el camino. Esta vez viajaba a lomos de nuestro perro que, tras haber derramado el agua de su bebedero, corrió a esconderse detrás de esa puerta, que debió dejar abierta la empleada que limpiaba una vez por semana. No me quedó otro remedio que entrar a buscarlo. Y ahí estaba, ladrando alegremente mientras esparcía un recién encontrado tesoro.

Le reprendí, y cogí su nuevo juguete, una caja de cartón forrada de papel de colores que nunca había visto antes. Se alejó con el rabo entre las patas, y ahí me quedé yo con su descubrimiento a mis pies y una sensación extraña atenazándome la garganta.

Abrí la caja. Lo que ví en su interior me dejó desconcertada. Una especie de muñeca, con cabeza de calavera pintada, y ataviada con un collar de flores. Se parecía mucho a las de aquellos reportajes que siempre llamaron mi atención. Probablemente había dado con la razón de esa fijación, pero no acertaba a unir las piezas del rompecabezas, porque en aquella caja no había nada más que la figurilla y una estampita descolorida de la Virgen de Guadalupe.

Me puse a revolver cajones y armarios, a escudriñar en aquel cuarto que no había vuelto a ver desde que la curva del camino al cementerio del pueblo de mi abuela partió mi vida en dos. Y, después de un buen rato, di con un sobre en el fondo de un cajón. Algo en mi fuero interno me dijo que ahí estaba la clave de todo.

Lo abrí, con las manos tan temblorosas que apenas acertaba a sacar el papel del interior. El corazón, que me palpitaba con fuerza, casi se me salió de la boca al descubrir qué era aquello. Una partida de nacimiento, con un nombre desconocido para mí. Una criatura nacida en México, el mismo año que yo, el mismo mes que yo, el mismo día que yo. Precisamente el 1 de noviembre.

Aun estaba a tiempo. Busqué en Internet y me hice con lo que necesitaba, echando mano de mis pocos ahorros.

Y ahora mismo estoy volando a México, llevando en mi maleta la figura con cabeza de calavera y collar de flores, y en mi corazón un mar de zozobra. Todavía no sé si celebraré con ella una vida u honraré una muerte.

 

 

 

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