Covidnécdotas: cosas que pasan


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De vez en cuando hay que reírse o, al menos, sonreír. No hay situación de la que no se pueda sacar un punto de comedia, aunque sea agridulce, porque el humor es la mejor terapia. Así lo ha entendido siempre el mundo del cine, que ha sacado una sonrisa hasta de las situaciones más amargas. Chaplin hizo una crítica feroz al nazismo en El gran dictador, y la hizo en clave de comedia, y la vida de Cristo con toda su carga dramática dieron lugar a la desternillante y antológica La vida de Bryan. Pero no hace falta irse a acontecimientos tan trascendentes, cualquier drama puede tornarse en comedia aunque sea por unos instantes, y, si no, no hay más que ver la saga de Aterriza como puedas.

En plena desescalada, nuestro teatro no podía ser menos, desde su modestia. Así que me dedicado a recopilar anécdotas, como he hecho otras veces, sucedidas en Toguilandia durante el confinamiento o al hilo de la nueva normalidad. Temo que serán las primeras, pero no las últimas. Tiempo al tiempo.

Una de las cosas que más juego han dado ha sido, cómo no, el teletrabajo y su dudosa compatibilidad con la conciliación. Así que nos hemos encontrado todo tipo de situaciones pintorescas.

Una compañera me habla de la odisea de hacer comparecencias de prisión a través de la pantalla cuando tienes a tu lado a un bebé de año y medio. Si el tipo que mandó a prisión supiera que esa petición la hizo la fiscal dándole la manita al bebé y luchando para que no saliera en pantalla no sé qué pensaría, pero hay que dar gracias a que esas cosas no se vean nunca…o casi nunca.

Una situación parecida me cuenta un compañero, padre de un niño de 6 años, que estaba solo con él en casa cuando tenía que hacer una comparecencia de prisión por videoconferencia. Para evitarse problemas, papá fiscal dijo a su niño que iba a salir un malo en pantalla y no quería que lo viera. Lo que no calculó era lo que iba a pasar tras decir eso, porque nada más empezar el crío comenzó a reptar por el despacho, tanto entre la sillas como por debajo de la mesa. El niño buscaba un ángulo por el que asomarse para ver al malo, ante el sudor frío de su padre en ese trance. Por suerte, el malo fue a prisión antes de que el niño consiguiese verlo. O eso cree al menos su padre, claro.

Y es que, según me comenta otra compi, es difícil explicar a los niños lo que va a pasar. Porque, claro, le dices eso de “no te acerques que mamá va a hacer una cosa muy importante», y espoleas su curiosidad, produciendo el efecto contrario, por lo que no se puede hacer otra cosa que cruzar los dedos y tener mil ojos. Eso sí, cuando se acaba una respira aliviada por la tensión extra.

Las explicaciones a los niños tienen su aquel, desde luego, pero sus contestaciones aun más. Una compi a la que pilló de guardia el día que cerraron el mundo, hubo de quedarse con el móvil e ir haciendo desvíos cada cambio de guardia. Su hija debió empaparse bien de la situación porque cuando su madre le mandaba hacer deberes, la niña contestaba que ella no era la niña de guardia, que le correspondía a otra. Y se quedaba tan fresca.

A veces, no obstante, no se pueden evitar sus intervenciones. Me cuenta otra fiscal el bochorno que pasó cuando, en mitad de una videoconferencia, su hija le llamo a gritos para que fuera a ver las deposiciones de la más pequeña, en  fase de desescalada de pañal. Supongo que el resto harían como si no lo oyeran, pero es lo que hay.

Pero no solo pasan estas cosas a fiscales. Cuenta una compañera como en pleno desarrollo de la comparecencia por videoconferencia se vio desparecer de la pantalla escopetada a una letrada, y acto seguido, se escuchó un escándalo como si estuvieran destrozando la casa. Y eso debió ser, precisamente, lo que debió hacer su hijo, aunque al cabo de un momento volvió como si nada. El resto de intervinientes también fingieron que no había pasado nada. Pero seguro que se quedaron con la curiosidad.

Otra cosa que ha quedado claro tras esta pandemia es que jueces y fiscales no nacimos con la toga puesta ni la llevamos siempre. Es más, ni siquiera nuestro aspecto es el que ofrecemos en las guardias y en las salas de vista. Buena prueba de ello es la que dio mi compañera, convocada a una comparecencia de orden de protección por videoconferencia. Una vez conocidas las claves, las ingresó en el ordenador con el convencimiento de que le darían un ok o algo parecido. Cuál no sería su estupor al ver que su look pandemia, de cara lavá y moño artesanal, era visionado por, al menos, los cuatro interlocutores comparecientes. Desapareció en el acto y  cambió su aspecto de modo que está convencida de que creyeron que quien pedía la orden de protección era otra fiscal. Y no haremos que piense otra cosa ¿verdad?

Lo que me cuenta otra compañera combina ambos factores. De un lado, el look pandemia, agravado por la visión recalcitrante de la cenefa de su cocina que siempre ha odiado. Eso sí, como no hay mal que por bien no venga, ha salido del confinamiento dispuesta a cambiarla cueste lo que cueste. Pero, como además de la cenefa, tenía que soportar los gritos de sus tres hijas, decidió ir a casa de su hermana, teóricamente vacía, Y digo lo de teóricamente porque, mientras ella hacía su comparecencia, apareció por sorpresa su cuñado por detrás que, a grito pelado decía primero que olvidó el almuerzo y luego que allí había mucha gente y  que lo que estaba soltando la juez era muy largo. Y, aunque no me lo ha confirmado, estoy segura de que en ese momento mi compi añoró su cenefa y los gritos de sus niñas.

Y claro, si demás del look personal añades el de nuestras casas, la cosa se pone fina. De hecho, una amiga abogada me hablaba de las cortinas de la casa del fiscal con toda tranquilidad. No contaré más, que luego todo se sabe,

Otra cuestión es la relativa a nuestra identidad digital, por llamarla de alguna manera. Como quiera que la situación excepcional motivó que cualquier medio disponible fuera válido, muchos usamos nuestros propios ordenadores. Sin pensar que aparecemos con los nombres “de guerra” que usamos en nuestra vida civil, incluso, en algunos casos, con los de nuestras hijas e hijos, más avispados en esto de la tecnología que sus viejunos papis. Y con cosas curiosas, desde luego, en esos alias que nunca esperarían de una señora fiscal sea Pokemon o chupichurri05

Pero el look pandemia ha creado tendencia, y hay otra compañera que me cuenta de su aspecto en la comparecencia virtual. Niquelada por arriba y pandemiada por abajo. Esto es, con traje de chaqueta de cintura para arriba, pantalón de pijama y zapatillas de unicornios. Un look que no es exclusivo de fiscales, porque puedo asegurar que el juez con el que comparto mi vida hizo de esa guisa una junta de jueces aunque en su caso las zapatillas no eran de unicornios y además de chaqueta llevaba corbata, que no se diga.

Las mascarillas también han dado lo suyo para hablar. Otra fiscal amiga cuenta el numerito que montó cuando, parada por la guardia civil, recordó que no tenía mascarilla y trató de encontrarla en el coche a zarpazos y ponérsela, con lo que acabó haciendo unos aspavientos tales que es posible que la dejaran pasaran por pena, como ella dice, o hasta por risa. Nunca se sabe.

Otra compañera, ante las dificultades que con este nuevo complemento encontraba para ser identificada, acabó por apartársela de la cara y repetir por quinta vez: fiscal de guardia. El vigilante, ni corto ni perezoso, le dijo que eso era lo que tenía que hacer, quitársela y acercarse, que si no no la entendía. Vivir para ver.

A través de la videopantalla se ve de todo. Un compañero hablaba de una compareciente con dos mascarillas, pero nada comparado con la que vi yo ayer mismo, con la mascarilla al revés. Y con «al revés» quiero decir que la sujetaba con los dientes y le tapaba los ojos. Además, esta detenida, que no estaba muy fina, tosió y la juez se apartó  como si le fuera a salpicara través de la pantalla Luego pidió perdón, pero yo no podía aguantar la risa.

Otros casos no son cosa de risa, aunque puedan despertar la hilaridad,. Eso es lo que le pasó a otro fiscal que se encontró con que los comparecientes eran sordomundos, así que ya podemos imaginar como de imposible era la comunicación con mascarillas.

¿Y que decir del trámite de la última palabra que, si normalmente da para situaciones jugosas, en estos casos más aún? Pues eso, que hubo uno que, concedida la última palabra, dijo que tal como estaba la cosa, prefería que le metieran dentro de prisión, aunque se conformara. Quizás pensaba que el bicho tendría miedo de ir a prisión, con la gente que hay por allí.

Aunque no hace falta que sea la última, la primera palabra también es susceptible de mucho. Ayer mismo el detenido, que comparecía por videoconferencia desde comisaría, dijo que se acogía a su derecho a no declarar. Mientras se hacía el acta y todas esas cosas que se han de hacer, el tipo comenzó a contarlo todo al que tenía al lado, sin darse cuenta de que el micrófono estaba abierto y le oíamos todos. Su abogado, blanco como el papel, gritó “Antonio, que no declarar es no declarar, o sea, callarse la boca”. Por supuesto que hicimos como si aquello no hubiera pasado.

Pero Antonio tenía la negra. Cuando, terminada su fulgurante intervención, la jueza dijo “traíganme a X” refiriéndose al siguiente detenido, aquel pensó que hablaba con él y no con la policía y dijo, muy alterado, “oiga, que no lo conozco de nada, ¿cómo lo voy a traer?” No era su día, sin duda.

Y hasta aquí, unas cuantas covidnécdotas de las muchas que seguro han pasado. Y de lo mucho que queda por pasar, me temo. De momento, vaya por delante mi aplauso para todos y todas los que habéis contribuido con vuestras vivencias. Que la mascarilla nos acompañe.

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