En unos días en que el racismo está de plena actualidad, no olvidemos que el cine lo ha tenido siempre presente. Y no solo en sus grandes manifestaciones como sucede en 12 años de esclavitud o Arde Mississipi, sino en las pequeñas muestras, en esas en las que apenas reparamos, como la de aquellos padres de la magnífica Adivina quién viene a cenar o la hilarante Dios mío pero qué te hemos hecho.
En nuestro teatro ya hemos dedicado estrenos a los delitos de odio o a la xenofobia. Pero hoy quería regalan a quienes me leen un relato, inspirado, además, en una anécdota familiar.
Escrito en clave de humor -o, al menos, eso pretendo- es una invitación a reflexionar sobre esas cosas que decimos sin pensar.
CARACOLES
Mira que mi hermano nos lo dijo veces. Pues nada, metieron la pata a la primera de cambio. Igual hubiera sido mejor no explicar nada, que con mi familia nunca se sabía. Pero ya no había remedio.
Mi hermano había invitado a uno de sus mejores amigos a comer en casa. Se trataba de Rafik, un chico argelino que estudiaba con una beca. Era agradable, aunque tal vez un poco tímido. Pero cuando parecía que empezaba a acoplarse, llegó el desastre.
Lo que nos habían advertido es que a ellos en general, y a Rafik en particular, les molestaba mucho la palabra “moro”. Que no se nos ocurriera usarlo porque le ofenderíamos. Por supuesto, le dijimos que nos comportaríamos como las personas civilizadas que éramos. Y no le mentimos, desde luego. Éramos personas para darnos de comer aparte.
La cosa empezó regular. A mi madre no se le ocurrió mejor idea que hacer caracoles para comer. Nos encantaban, tan ricos con su toque de picante, pero había que reconocer que no era el plato ideal para obsequiar a un invitado que venía por primera vez. Por un lado, sorbíamos como si no hubiera un mañana para sacar todo aquel rico juguito del interior del caparazón, lo que no parecía muy normal. De otro, habría que ver cómo se aclaraba él para sacar la molla del bicho. Nos miraba de hito en hito, cogiendo un poco de ensalada para disimular, a la espera de que alguien le explicara cómo comer aquello. De repente, el desastre
-Mamá, estos caracoles no te han salido tan ricos como siempre
-Claro que no. Son una birria. Como que son todos moros…
Mi hermano escupió el caldo que se estaba comiendo a cucharadas, y salpicó a mi madre, a Rafik, y a algún comensal más. Mi madre, se puso alternativamente roja como la guindilla de los caracoles y blanca como la pared, y acabó llorando como una Magdalena. Mi padre, el artífice del desastre, nos miraba atónito sin saber qué había hecho. Mi tía le puso la mano en la boca al ver que se disponía a abrirla de nuevo. Rafik se levantó y se marchó.
Fui tras él. Necesitaba explicarle que mi padre era torpe, pero no quiso ofenderle, que en realidad llaman “moros” a un tipo de caracoles más pequeños y que les parecen menos sabrosos.
– O sea, peores. Porque son moros ¿no?
Quise arreglarlo y lo fastidié aún más. Sin duda alguna, he heredado la torpeza de mi padre. Ya no volví a intentar hablar con Rafik, al menos ese día. Eso sí, le supliqué a mi hermano que se lo explicara bien. Si es que volvía a dirigirle la palabra, claro.
Mi hermano no volvió a traer a Rafik, ni a hablar de él. Solo nos dijo que no nos perdonaba aquella ofensa a su amigo, que, aunque sabía que no teníamos mala intención, podríamos habernos fijado un poco, que bien que nos había advertido.
Tenía toda la razón. Yo, por mi parte, traté de volver a hablar con él y de deshacer el entuerto y, de paso, rehabilitarme como persona ante él. No quería que me consideraran una xenófoba, como tantos que había encontrado el pobre Rafik, según contaba mi hermano.
Lo conseguí. Me escuchó y supo comprenderme. Tanto, que hoy, dos años más tarde de aquella catastrófica comida, Rafik volverá a comer en casa. Les vamos a anunciar que nos casamos. Por si las moscas, le he dicho a mi madre que no haga caracoles.
Mi familia lo aceptó de buena gana. Incluso se llegó a comentar la anécdota de los caracoles en tono festivo. Todo parecía ir bien hasta que hablamos de nuestros planes de futuro. Rafik le explicaba a mi padre que él era partidario de que yo trabajara fuera de casa, desde luego, que ni se le ocurriría otra cosa
-Y entonces ¿No serás moro con ella?
Mi padre no tenía remedio. Pero Rafik ya se había acostumbrado a que le pasaran estas cosas. Sonrió y me dio la mano. Cuando vimos que, de postre, había helado de moras, nos dio un ataque de risa.