Hay quien se empeña en ver la vida como un camino de terrones de azúcar. Las baldosas amarillas del Mago de Oz son poca cosa al lado de lo que hacen algunas personas, empeñadas en que la vida es de color rosa. Pero no un rosa cualquiera: rosa chicle y con purpurina, como el uniforme del equipo de waterpolo de Al agua, gambas –una peli que, por cierto, poco más que eso tiene de rosa-. Películas Disney, comedias románticas que rezuman almíbar por todas sus escenas y el sempiterno fueron felices y comieron perdices con el que acaban Cenicienta, Blancanieves o la Bella y la Bestia. Nunca he sabido qué tendrán las perdices para hacer tan dichosa a la gente, aunque alguna vez me he planteado que tal vez esas aves fueran acompañadas de alguna seta de esas que hacen a la gente flipar en colorines.
En nuestro teatro ignoro si alguien comerá perdices, pero, aunque no lo parezca, sí que hay quien es más feliz que una perdiz -¿o será que una codorniz?- Pero mejor todavía es quien, no siéndolo, sabe transmitir buenas vibraciones, buen ambiente de trabajo o, como lo he llamado, buenrollismo. ¿Cómo distinguimos a un buenrollista de verdad de un impostor encantado de conocerse? Pues con paciencia, aunque a veces pasa como dice el refrán, que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo.
Para ilustrar estas cosas, contaré una anécdota que viví con unas compañeras cuando hicimos el traslado a nuestra actual sede, la Ciudad de la Justicia de Valencia. La verdad es que, entre que sufrimos el síndrome del hermanito pequeño y acomplejado que a veces tememos los fiscales, y que quienes se encargaban de organizar el cotarro no tenían muy claro qué era eso del Ministerio Fiscal, no salimos demasiado bien parados con las instalaciones y los medios. Han tenido que pasar quince años para que muchos compañeros y compañeras puedan ir a la luz como la Carolyn de Poltergeist, porque nuestros despachos, compartidos, carecían de ventana. Por aquel entonces, como todo era provisional y la fiscalía fue el conejillo de indias que hizo la mudanza primero, no dejábamos de quejarnos. Y con razón, ojo, que cada centímetro de mesa, de pared o de despacho había que ganárselo a pulso. Pues bien, un buen día llegó un mueble extra, una “mesa de salida” –donde se dejan los expedientes despachados para que los recoja el funcionario y los traslade a donde corresponda- que habíamos pedido hasta la saciedad. Dijeron que era un prototipo, y solo había uno. El fiscal encargado de esos menesteres no dudó en adjudicárselo a una pareja de compañeras concreta. No eran las más antiguas, ni las más modernas, ni eran delegadas ni encargadas de nada. Quien se las adjudicó nos respondió a todo el que fue a preguntar : «se lo he dado a ellas porque son las únicas que no se quejan y siempre ven el lado positivo de las cosas» Tenía toda la razón. Y he de decir, además, que esas dos compañeras no han perdido con el tiempo su optimismo inquebrantable y allá por donde pasan siguen sembrando el buenrollismo.
Por contraposición están los que ejercen continuamente el papel de Pitufo gruñón, del que ya hablamos largo y tendido en el estreno dedicado al malrollismo. Si hubieran asignado el prototipo a un malrollista, seguro que hubiera dicho que lo hacían para hacerle trabajar más o porque tenía carcoma o termitas y querían que le mordieran.
Pero ¿cómo distinguir un buenrollista de verdad de uno de pega?. Pues los límites vendrían por dos flancos: de un lado, la necesidad –o la afición, que nunca se sabe- de hacer la pelota; de otro, de tener un ego más alto que la Torre Eiffel o, al menos, querer aparentarlo. Estos últimos, hacen un ejercicio de ombligusimo diario, como vimos en otro estreno. Y, hay que tener cuidado porque, además de destrozar la moral, resultan insufribles. Aunque, si no queda otra que tratar con ellos, yo suelo hacer una recomendación: empieza diciendo lo maravilloso o maravillosa que es, lo importante que es su trabajo y la admiración que te causa, para a continuación, introducir, a traición, la pregunta o la petición. Da muy buen resultado. El ombliguista verdadero se quedará convencido de la única verdad verdadera, esto es, que es el mejor del mundo mundial y del universo sideral, y quien necesitaba algo de él lo habrá conseguido. Así que, al final, buenrollismo per tutti aunque sea por la puerta falsa.
En el otro lado, están los pelotas por afición, vocación o necesidad. Cuidado, que son peligrosos porque nunca sabes qué pretenden y con qué fines. Suele darles igual que la persona a quien tengan que pelotear sea de un signo o del opuesto, que sea partidario del trabajo en equipo o el individual, que sea juez o fiscal, que siga al Madrid, al Barça, a un equipo modesto u odie el fútbol. El pelota –o la pelota, que también las hay- se mimetiza con el peloteado con la misma habilidad para el camuflaje que un camaleón. Sus intenciones nunca son muy limpias salvo que se trate de alguien que pelotea por vocación, que también lo hay. Tuve un compañero que me decía: yo no hago la pelota, es que soy pelota. Para gustos hay colores.
El buenrollismo de verdad es muy necesario en Toguilandia. No perdamos de vista que trabajamos muchas veces en situaciones de presión extrema, con medios más que mejorables y asuntos donde se ventila lo más bueno y más malo del ser humano. En estas situaciones, es fácil perder los nervios, y hacérselos perder a los demás. A veces, basta con una sonrisa o con la mera amabilidad, otras hay que hacer un esfuerzo extra. Pero vale la pena. Como decía un estudio, se ejercitan muchos más músculos para fruncir el ceño que para sonreír. Así que, aunque sea por evitar las arrugas futuras o que no se profundicen las presentes, pongámoslo en práctica. Y, si no resulta, siempre habrá tiempo de volverse a enfadar.
Por cierto, haré un apunte extra. ¿Os habéis fijado cuánta gente habla de Los mundos de Yupi sin saber en realidad de que se trata? Me consta que hay muchas personas que los cita como si se tratara de una frase hecha o una metáfora ingeniosa robada a alguien. Pero no. Quienes ya tenemos que tapar algunas canas –o ni eso- sabemos que se trataba de una serie de televisión de los 80 –y principios de los 90, para los pejigueros a quienes les gusta buscar los fallos- cuyo protagonista ejercía de felicismo a toda hora. Quien hable de Yupi y no sepa esto debe hacernos sospechar: puede ser un impostor del buenrollismo. Cuidadín, cuidadín.
Por todo eso el aplauso de hoy es para todos y todas los buenrollistas del mundo, en especial para mis compañeras que, probablemente, ni siquiera recuerden esa anécdota. Porque ellas son así, buenrollistas de verdad. Y bien merecen ese aplauso
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
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