Nada más cinematográfico que una buena sonrisa. Real o fingida, sincera o falsa, dulce o terrorífica, ocupan un espacio imprescindible en nuestro escenario. Y también fuera de él. Desde las almibaradas de Julie Andrews y su troupe de Sonrisas y lágrimas hasta la espeluznante de Jack Nicholson en El Resplandor, sin olvidar el famosos “Dientes, dientes” de una folklórica hoy caída en desgracia.
Sin embargo en nuestro escenario parece que no sabemos demasiado de eso. La imagen que proyectamos en el exterior es de seres adustos, vestidos de negro y muchas veces tratando de dar una imagen de seriedad que nos aleja del justiciable, nuestro público. Incluso de nuestros compañeros de reparto. Y eso puede llevarnos a transmitir una falta de empatía que desluzca nuestra función hasta el punto de no gustar al público al que va destinada.
Nuestro trabajo es importante, desde luego. Hacer justicia –o intentarlo, que no es poco- es algo tan trascendental que a veces da hasta miedo de pensarlo. Pero la justicia, como he dicho otras veces, emana del pueblo, y a él pertenece. Y no deberíamos hacer que pareciera ajena y distante.
Sonreir cuando procede cuesta poco. Y no añade fundamentos jurídicos de peso a nuestros dictámenes el hecho de caminar como si nos hubiéramos tragado el palo de una escoba. Además de que, como dice el refranero, se atrapan más moscas con miel que con hiel.
Pero que no se me malinterprete. No se trata de andar por ahí carcajeándose en todo momento. Hay ocasiones que requieren seriedad. Incluso hay veces en que cuesta terribles esfuerzos mantenerla, porque la ocasión lo merece y el respeto al justiciable también. Pero todos hemos pasado nuestros apuros cuando alguna anécdota curiosa turba la solemnidad del juicio o de la declaración pertinente. Móviles que rompen el silencio al ritmo de “Dame veneno, que quiero morir” o de la sintonía de La Guerra de las galaxias o Juego de Tronos, investigados que la llaman a una “Señorita” y hasta “Majestad”, testigos que piden la biblia para jurar sobre ella o levantan la mano derecha como si estuvieran en una película americana son muchas de las cosas en las que cuesta mantener la compostura. Pero no queda otra.
Pero en otros momentos, hay que relajar el gesto. Ser amable cuesta poco, y hace ganar mucho. Saludar o dar los buenos días cuando se pasa por el pasillo o se entra en el despacho, sonreir cuando una se cruza con el personal de mantenimiento, pedir por favor que se saque un expediente en lugar de exigirlo y pedir perdón cando los nervios le han puesto a una los pelos verdes y la paga el que más cerca tenía.
Reconozco que soy especialista en soltar sapos y culebras, sobre todo cuando el ordenador se empeña en mantener un pulso conmigo y empieza a hacerme sus gracietas de pedirme tropemil claves, colocar el dichoso circulito dando vueltas y, cuando he conseguido acceder a la anhelada pantalla, desparece como por ensalmo y vuelta a empezar. O cuando, a punto de irme de vacaciones, una inoportuna causa con preso destroza mis expectativas. Y últimamente, cuando el BOE o las noticias me dan cualquier sorpresa de esas a las que nos vamos acostumbrando. Y claro, pobre de quien se acerca en esos momentos. Si me dieran un euro por cada vez que he tenido que pedir disculpas por esas reacciones, sería millonaria.
Pero menos mal que tengo la amiga sonrisa para contrarrestarlas. La saco de paseo, y parece que todo se relativiza. Y que, además, es posible seguir trabajando aunque tengamos que seguir luchando contra los elementos. Como La Armada Invendible si hace falta.
Así que hoy el aplauso es para todos los que consiguen que nuestro teatro, pese a todo, siga funcionando, y lo haga de ese modo amable que hace todo más fácil. Aunque a veces sea francamente difícil.
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