Mucho se habla en el mundo del arte del talento. El talento es algo indefinible, un no sé qué con que los dioses obsequian a unos pocos afortunados y que les convierte en dueños de un regalo envenado. Tienen un don, pero tienen también la obligación de hacerlo crecer y compartirlo. No se lo pueden quedar para ellos solos. Y eso no siempre es fácil. Que se lo digan a todos esos artistas atormentados a los que el genio no les cabe dentro del cuerpo. La Virgina Woolf de Las horas, el Van Ghogh de El loco del Pelo Rojo o Frida nos lo muestran en el cine, como esa evocadora Alfonsina y El Mar de la canción.
Pero de poco sirve el talento si no se canaliza y se exhibe de la manera adecuada. E incluso, a veces, es más el trabajo con él que el talento en sí. Hay directores talentosos, pero que resultan tan poco eficaces de cara al público que nunca exhibirán su talento porque nadie les financiaría. Y los hay que obtienen grandes éxitos de público con talento dudoso, como esas infumables sagas de chiste fácil e inteligencia escasa. Pero a veces, se juntan talento y trabajo, y salen obras maestras que también son éxitos de taquilla, como esas cosas que suele hacer Spielberg desde que ET andaba buscando su casa y su teléfono.
¿Se necesita talento para nuestro teatro? Muchos creen que no, que basta con estudiar mucho, y colocarse esa capa de superhéroe que es la toga para tirar adelante. Y así lo que se logra es eso, tirar hacia delante nada más. Cubrir el expediente. Y eso no basta.
Nosotros también tenemos vocación, como los artistas. Y muchos, tienen un talento innato que convierte en doctrina todo lo que tocan. Afortunado ellos, por supuesto. Pero también responsables, porque con el talento no es suficiente sobre nuestras tablas. Hay que estudiar, y mucho, y conocer las leyes casi al dedillo, algo que, en los tiempos que corren, se ha convertido en Misión Imposible, ya que cada juicio nos hace remedar eso de Buscando la ley desesperadamente. Cuando no acabamos Perdidos, claro, que no es de extrañar.
Lo que pasa es que, a veces, en nuestro teatro no somos tan agradecidos, ni tan glamurosos, como en la farándula. Tenemos nuestros Oscar pero muchas veces una tiene la sensación que se los dan a aquellos que hacen algo distinto de lo que es nuestro trabajo, o a quienes se jubilan o nos dejan y, en algunas ocasiones, a quienes menos lo merecen. Y qe no hay reconocimiento alguno al trabajo diario, callado y eficaz. El trabajo del que saca sus sentencias, sus informes o sus dictámenes al día, aunque sea a costa de su tiempo de ocio, sin alharacas. Como esos actores secundarios de siempre, ésos que siempre cumplen su papel de modo tan perfecto que ni siquiera parece tener mérito lo que hacen. Y lo tienen, vaya que sí.
Hace apenas unos días supe de un reconocimiento a uno de los protagonistas de nuestro teatro por esa labor eficaz, talentosa y callada. Y con mi toga a cuestas, mis tacones dieron saltos de alegría. Por el qué y por el quién.
Así que hoy, ahí queda mi aplauso, fuerte y bien fuerte hasta que casi me sangren las manos. Un reconocimiento a todos esos actores secundarios que merecen una estrella en el paseo de la fama de la Justicia. Bien por ellos. Y que cunda el ejemplo, aunque no nos lo ponen fácil.
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