
Desde que se inventó la escritura, la humanidad es muy dada a hacerlo constar todo formalmente. O lo más formalmente que se puede. Y así lo refleja el cine, desde las tablas de la ley en Los Diez Mandamientos hasta El informe Pelícano, La caja de música o cualquier otra historia donde los papeles jueguen, valga la redundancia, un papel fundamental. Y es que la historia, al menos hasta la llegada de las tecnologías, se escribía negro sobre blanco.
En nuestro teatro, los documentos tienen un papel fundamental. Un papel demasiado fundamental, incluso, cundo nos empeñamos en que todo conste por escrito una y mil veces a pesar de que se supone que, desde hace años, debería estar instalado el Papel 0.
En realidad, como he dicho más de una vez, la digitalización no ha supuesto en muchos casos otra cosa que tener que repetir el trabajo, analógica y digitalmente. En los lugares, que aún son muchos, donde no se ha instalado el expediente digital –y en algunos donde se ha instalado de cualquier manera- los expedientes se registran, con sus entradas y salidas, en los archivos informáticos, lo cual no nos priva de seguir recibiendo los tomos con sus grapas, sus cuerdas flojas y sus toneladas de papel. Ya podríamos haber creado varios bosques con todo el papel que generamos, pero así seguimos. Sin papel no hay paraíso.
No obstante, con los documentos pasa en Toguilandia algo curioso. Porque no son documentos todo lo que reluce. Aquí puede ocurrir perfectamente que algo parezca un gato, tenga cuerpo de gato, orejas de gato y maúlle como un gato, pero…sea un perro. O un elefante de lunares.
Veamos. Según la RAE, en la acepción que más se acerca a nuestro mudo, un documento es un “escrito en que constan datos fidedignos o susceptibles de ser empleados como tales para probar algo”. Ni que decir tiene que, cuando se habla de “escrito”, parece evocar de inmediato a papel, como no hablemos de los tiempos del Código Hammurabi, en que se escribía a golpes sobre la piedra. Pero en nuestro caso no es siempre así. Ya hace mucho tiempo, antes de que los ordenadores colonizasen nuestros despachos y nuestras vidas, el Código penal consideraba documento la plaza de matrícula de un vehículo automóvil y, por ello, su falsificación se consideraba falsedad en documento público.
Hoy es evidente que los documentos ya no son lo que eran, Atrás quedaron las escrituras de las casas que nuestros padres guardaban como oro en paño, y que ahora pueden encontrarse a un solo clic del archivo correspondiente. Por eso, muchos de los documentos que nos presentan, carecen por completo de la forma de documento de toda la vida. CD –aún son moneda habitual en Togulandia- pendrives y hasta enlaces a internet o a vaya usted a saber qué nube son cada día más frecuentes como medio de prueba. Y no siempre estamos preparados.
El caso de las conversaciones de WhatsApp –o de cualquier otra aplicación de mensajería- pese a ser el pan nuestro de cada día, ha dado lugar a múltiples resoluciones. Literalmente, en el momento en que se trasladan a papel, serían un documento, pero, sin embargo, no constituyen prueba documental salvo que concurran determinadas condiciones, como son que se hayan cotejado debidamente y se hayan comparado ambos terminales, algo que no siempre se hace. Si lo que nos aportan es una simple captura de pantalla, vulgo pantallazo, no hacen prueba., Especialmente interesante es una sentencia del Tribunal Supremo que decía que el pantallazo en sí no era prueba si no se contrastaba con el testimonio de quien hubiera visto que se recibía. O sea, lo que viene siendo un testigo de toda la vida. Para esa cesta no hacía falta tanto mimbre.
Hay muchas cosas que parecen documentos, pero no se admiten como prueba documental porque no lo son. Por ejemplo, las fotocopias de sentencias o las de atestados. En cuanto a los atestados, y a pesar de que los proponemos siempre como prueba documental, hay que recordar que no constituyen un documento en sentido jurídico, sino que tienen valor de denuncia que solo servirá como prueba si son debidamente ratificados en juicio. O sea, que son y no son.
Pero donde la consideración de documentos riza el rizo es en casos como el del recurso de casación, que tiene una vía tan estrecha que siempre me recuerda lo del camello que entra por el ojo de una aguja de que hablaba la Biblia.
Y tal vez el caso más extraño es el del procedimiento del jurado, ese alien jurídico en nuestro sistema, no por el fondo sino por la forma. Aun cuando soy juradista y confieso que disfruto ante un juicio por jurado, todas las prevenciones, testimonios que hay que aportar, con sus copias y recopias, y documentos que hay que señalar resultan francamente obsoletos en la actual sociedad de las TIC. Y ojo que esta ley no es del siglo XIX sino de finales del XX. Pero genera más papel que una imprenta de las de antaño como la que tenía mi abuelo.
Para acabar, queda hablar de los documentos que nunca sabemos si son un tipo de prueba u otra El informe de peritos, como los médicos forenses o cualquier otro que sea necesario u otros como análisis de drogas o de otras sustancias. Son documentos, y pueden impugnarse como tales. Pero si no lo son, se admiten como tales, aunque pueden traerse y discutirse en juicio como prueba pericial. Otra muestra de lo que es y no es.
Seguro que hay más ejemplos. Especialmente en otras jurisdicciones, como la civil, donde hay más tinta y menos sangre, vísceras y sexo. Pero a eso ya le dedicaremos otro estreno.
Y hasta aquí, el post de hoy que, aunque lo imprimamos, nunca será un documento. Como no lo será, tampoco, el aplauso, dedicado hoy a quienes tienen la obligación de leerse, uno tras otro, todos esos tomos que siguen inundando Toguilandia. Es lo que hay