En el teatro, el premio y el castigo son cosa sencilla. El aplauso del público, o la ausencia de él, son la medida de todas las cosas, al margen de que, para endulzar más el pastel, se puedan obtener reconocimientos extra como premios u homenajes. Pero el público manda, y si a éste no le gusta la función, y no va a verla, ya pueden caer Palmas de Oro, Conchas de Oro, César, Goyas u Oscars, que la cosa no va bien. Y viceversa. Por más que se tilde de mala a una película, si es record de taquilla, pues como aquél, “ándeme yo caliente y ríase la gente”.
Pero nuestro teatro no funciona así. O, al menos, no totalmente. Claro está que el reconocimiento del ciudadano, a quien servimos, debe ser lo más gratificante, aunque en realidad debiera serlo el deber cumplido, con reconocimiento o sin él. Pero, como ya vimos en otra entrada, tenemos hasta nuestros propios premios (medallas oscar en justicia https://conmitogaymistacones.com/2014/12/16/medallas-oscar-en-justicia/), aunque a la vista de algunos que se han dado últimamente, andan un poco de capa caída –sin desmerecer a quienes los ostentan dignamente, claro está-
Pero aparte de los premios de esos intérpretes fijos que somos los profesionales, tenemos algo más. Esa consecuencia final que se aplica a uno de nuestros protagonistas, ése que forma parte esencial de la función a su pesar, el imputado –que en nada cambiará su nombre si nadie lo remedia- (imputado, protagonista a su pesar https://conmitogaymistacones.com/2014/07/22/imputado-protagonista-a-su-pesar/) La absolución o la condena y, si es ésta, la pena que en cada caso se le impone. Lo hemos visto mil veces en el cine, en películas como Cadena Perpetua, Pena de Muerte, Sin remisión o Celda 212. Y los vemos un día tras otros en los informativos.
Ni que decir tiene que nuestra Constitución es clara al respecto. Las penas deben tender a la rehabilitación y reinserción social. Por más que algunos las confundan con venganza social y quieran un castigo a toda costa que ni resarce a la víctima ni rehabilita al culpable. Comprensible, por supuesto. Se entiende perfectamente que quien ha perdido a un ser querido por la acción de otra persona quiera los peores males para él, y que lo que diga la Constitución le importe un pimiento. Pero para eso estamos quienes aplicamos las leyes y, sobre todo, quienes las hacen, el poder legislativo, ése que hemos elegido entre todos desde que metimos nuestra papeleta en una urna. Y a esos últimos parece olvidárseles a veces cuál es su responsabilidad, que es ni más ni menos que hacer leyes justas, gusten o no gusten, y n contentar a algunos de cara a lo que puedan hacer el día de mañana cando hayan de volver a meter el papelito en una urna.
Pero las penas no son sólo las más conocidas. Cualquiera ha oído hablar de la pena de muerte, desparecida en nuestro ordenamiento, aunque no del todo –queda la excepción de lo que dispongan las leyes en tiempo de guerra-, de la prisión –en otros momentos llamada presidio o reclusión, según el caso- y, últimamente, y por desgracia, de la cadena perpetua, dispuestas a hacer su entrada en nuestras vidas bajo el eufemismo de prisión permanente revisable. Pero hay muchas otras, y más que ha habido.
Según nuestro Código Penal, las penas se dividen entre privativas de libertad y privativas de derechos. Algo que, por cierto, siempre me ha hecho gracia, como si la libertad no fuera un derecho y la prisión no fuera la pena privativa de derechos por antonomasia. Por otro lado, entre las penas privativas de derechos, se incluyen algunas como el famoso alejamiento y la prohibición de comunicación, que es obvio que afectan al derecho a la libertad, pero no se incluyen entre las penas privativas de libertad. Paradojas de la nomenclatura legal, que, de vez en cuando, necesitaría que le dieran una vuelta de sensatez.
Pero exquisiteces lingüísticas aparte, lo cierto es que, en mis años de profesión, me he visto en el trance de pedir penas de los más variados nombres, aunque al final, como reza el dicho, de lunes a martes poco te apartes. Teníamos el arresto domiciliario de antaño, que producía consecuencias tan marcianas como obligar a quien ha sido denunciado por su mujer a no salir de la casa donde vive con ella, con consecuencias fácilmente imaginables, y que ha sido sucedido por la localización permanente, de tintes más razonables. Tuvimos durante una época el arresto de fin de semana, que se fue como vino, sin pena ni gloria. Y llegaron entonces los trabajos en beneficio de la comunidad, extraños en nuestro derecho pero que evocan imágenes de esos famosos americanos que tras ser pillados robando un anillo, o montando un buen escándalo, pasean su glamur limpiando calles. Y tenemos, también, la pena de multa, que un buen día se remozó para contarla en días, aplicando una cuota que pretendía ser adecuada a la capacidad económica del culpable pero que nos vemos obligados a calcular a ojímetro puro, que no resulta proporcionado el esfuerzo –en tiempo y dinero de los de todos- de hacer una averiguación patrimonial en toda regla para calcular la cuantía de la multa por acordarse del árbol genealógico del vecino. Y que, por cierto, a veces, ha dado lugar a pintorescas interpretaciones por algún medio de comunicación que explicaba, cargado de razón, que Fulanita había sido condenada a ir todos los días a llevar 10 euros al Juzgado. Y juro que no invento.
Pero el sistema penológico es lo que tiene. En que, una vez superadas penas de otras épocas, la prisión es la estrella. Una prisión que, no lo olvidemos, debe, además de ser un castigo, encaminarse a la rehabilitación, por más que alguna última reforma lo haga cuanto menos difícil.
Y es que una de las cosas que se quedan marcadas a quien lo ha vivido es el sonido de esa puerta de la cárcel al cerrarse a nuestras espaldas, aunque sólo se vaya de visita.
Por todo eso, el aplauso de hoy es para todos aquellos que en su trabajo diaria pugnan por pedir y aplicar penas justas. Aunque a veces se lo pongan difícil.
Bueno, el art. 32 del Código Penal dice que hay «penas privativas de libertad y privativas de OTROS derechos», así que sí reconoce la libertad como un derecho. Es una cuestión de leer bien.
Por otra parte, la Ley Orgánica 11/1995 abolió la pena de muerte incluso en tiempos de guerra, así que, en el ordenamiento jurídico español, tanto en el ámbito civil como militar, no hay pena de muerte.
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Gracias por las punrualizaciones. Touche
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