EL IMPUTADO: PROTAGONISTA A SU PESAR
En honor a la verdad, he de reconocer que el cuerpo me pedía empezar esta saga por el fiscal, mi personaje favorito por razones obvias. Pero aunque nada me obliga a ser aquí lo imparcial que estoy obligada a ser en mi quehacer profesional, me parecía de justicia tragarme mi prurito personal y empezar por el verdadero protagonista de este teatro, por más que sea en contra de su voluntad.
Aunque me he referido al él como “imputado” –o imputada, claro está-, usando el término que en los últimos tiempos goza de más popularidad por razones que no vienen al caso, se emplean muchos otros como sinónimos, diferentes jurídicamente pero gramaticalmente equivalentes. Imputado, sospechoso, acusado, denunciado, procesado, encausado, investigado, querellado, demandado, autor, o infractor, que pueden pasar a ser condenado, juzgado, culpable, reo, sentenciado y hasta ejecutado –no en sentido literal, espero- Sin perjuicio de otros términos menos finos que me callo por educación, pero que todos hemos oído sobre todo proferidos a gritos en las puertas del juzgado por víctimas indignadas, y que en algunos casos tienen íntima relación con la charcutería.
Cuando se habla de imputado, al común de los mortales se le viene a la cabeza la imagen de un malo malísimo capaz de llevarse por delante a quien se presente. Si además echamos mano de la cultura audiovisual generalmente norteamericana, de la que bebemos con más frecuencia que la deseable, nos lo imaginamos con su espantoso mono naranja y esposas y cadenas en los pies. Nada que ver, por suerte, con lo que ocurre en nuestro país. Los nuestros acuden al juicio ataviados con la normalidad propia de la vida que llevan, exquisitamente trajeados unos, y con un look más informal otros. La cosa cambia si vienen conducidos desde prisión, en cuyo caso, salvo los imputados más glamurosos, adoptan una suerte de uniforme consistente en un chándal de luxe, de poliéster de colores brillantes, que hace que los juristas más engolados hagan chiribitas con los ojos.
Y, tan variado como su aspecto, es su comportamiento. Desde los casi autistas –dicho sea con el debido respeto a quienes sufren tal enfermedad-, que parecen no saber por qué están allí o los atacados por una amnesia selectiva que nada recuerdan, hasta los aquejados por una incontinencia verbal que saca de sus casillas a todo el mundo hasta que el juzgador se ve en el brete de expulsarlo de la sala. Desde los que adoptan el modo plañidera y riegan con lágrimas cada frase, -nunca se sabe muy bien si por arrepentimiento o por pensar la que se les viene encima-, hasta los que llegan en esa actitud que las fuerzas y cuerpos de seguridad denominan como “chulesca”, colmada de bravuconadas y que, en casos extremos, llega hasta el punto de proferir amenazas o agredir o intentarlo a todo lo que se mueva, llámese juez, fiscal, abogado o secretario judicial. Y, por supuesto, con todos los estadios intermedios imaginables.
Y claro, dependiendo de su actitud, la reacción que provocan, sea lástima, temor o antipatía, por más que la intentemos disimular. Y algunos, dependiendo del caso, también despiertan nuestra hilaridad, algo difícilmente disimulable, como uno que, ante la larga condena a la que previsiblemente se enfrentaba, nos explicaba muy serio que él no podía entrar a la cárcel porque tenía claustrofobia. También recuerdo a otro que, a punto de ser absuelto por falta de pruebas por maltrato a su mujer –cosa que él ignoraba, por descontado-, se cavó su propia fosca preguntándole al juez en el turno de su última palabra si él “no ponía en su sitio a la parienta como se merecía”.
En cualquier caso, él o ella es el protagonista absoluto de nuestra función, el personaje indispensable sin el cual no es posible que empiece el espectáculo, dicho sea en términos estrictamente metafóricos. Por eso, y a pesar de que algunos me han proporcionado los peores momentos de mi vida profesional, no quiero empezar esta andadura sin brindarles mi pequeño homenaje. Porque sin ellos esto no tendría sentido.
Falta comentar un «tipo» menos jocoso: el del ciudadano corriente que un día se encuentra a la Policía en la puerta de su trabajo o a su casa, detenido sin saber porque, sin saber de que va aquello ni de que se le acusa… imputado al que «el sistema» destroza la vida con sus meses y meses de esperas, investigaciones, pruebas, oficios … todo un mundo de tecnicismos que acaba con un sobreseimiento un par de años después… No tiene mucha gracia.
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