
Por más que lo intentáramos, sería imposible contar la cantidad de películas que tienen el juicio como protagonista, como escenario, como causa o como consecuencia, o todo ello a la vez. Delitos y faltas, Crimen y castigo, Testigo de cargo, Algunos hombres buenos, Doce hombres sin piedad, Cadena perpetua, Pena de muerte, Matar a un ruiseñor y muchísimos otros que se vienen a la cabeza de cualquiera por poco cinéfilo que sea. Y si a eso sumamos las series de televisión, como Ally Mc Beal, La ley de los Angeles, Anillos de oro, Turno de oficio, y muchas más, nos faltarían vidas para verlas todas. Y es que pocas cosas más atractivas para juristas y para quienes no lo son que el espectáculo que se desarrolla en una sala de vistas.
En nuestro teatro, el juicio es el epicentro de la vida. Es nuestra razón de ser y la causa de nuestras alegrías y nuestras penas, y, por descontado, lo que nos da de comer. Pero hay para quien no solo es eso.
Hay una maldición bien conocida, y bien real, que dice “pleitos tengas y los ganes”. Y hasta el refranero dedica buena parte de sus textos a la justicia y lo que se mueve a su alrededor. Pocas cosas más reales que el que dice “pleitos haya, más no por mi casa” o el conocido “más vale un mal acuerdo que un buen juicio” que podría ser el fundamento de muchas conformidades
Pero, a pesar de nuestra mala fama, los pleitos, en cualquier de sus formas, son el modo establecido para conseguir justicia –o intentarlo- o para hacer valer nuestros derechos. Aunque hay quien los utiliza con otros fines, y a eso vamos a dedicar este estreno.
La querulancia puede ser una forma de trastorno por la que algunas personas, que ven pleitos en todas partes, transforman su vida en un constante ir y venir a los juzgados. Denuncian cualquier cosa, real o imaginaria, y más de una vez se trata de verdaderas enfermedades mentales que acaban con una declaración de incapacidad. Hay personas, incluso pertenecientes al ámbito de la Justicia, que denuncian a todo el mundo, por cualquier cosa que pase. Otras, que se obsesionan con un tema concreto. Recuerdo hace mucho tiempo, en mis primeros tiempos en Valencia, que había un señor que aparecía cada dos o tres días en fiscalía cargando una pesada piedra, denunciando a todo bicho viviente por algo relacionado con un terreno y una casa que él consideraba suya, y cuyas piedras traía una a una para demostrarlo
También los hay que se han especializado en poner quejas a cualquiera que ose intervenir en un procedimiento suyo y no le de la razón, sean jueces, fiscales, abogados, lajs o funcionarios. Todo vale.
En otros casos están relacionados con otras enfermedades mentales, con delirios o cualquier otra cosa similar. Había un hombre que denunciaba todas las semanas que venían los marcianos a abducirle de diversas formas. La última que recuerdo, era nada más y nada menos que una violación extraterrestre a través de su ombligo. Y ojo, que es difícil mantener la compostura ante tales afirmaciones. Como mis avezados lectores y lectoras habrán adivinado, el pobre acabó con un proceso de incapacidad de los de entonces, e ingresado en un centro.
Aunque los peores casos de querulancia so los que utilizan el proceso deliberadamente para sus fines. Ya hablé algo de ello en el estreno dedicado a la violencia económica, pero hoy quería insistir en el tema. Es la también llamada violencia por poderes, y consiste, en esencia, en torpedear a la víctima, en este caso su ex, con tantos juicios que es imposible que tenga una vida medianamente normal. Quienes utilizan estas maniobras se dedican, en primer término, a recurrirlo todo, aunque no tenga visos de prosperar, y luego a convertir en pleito cualquier minucia. Desde las extraescolares de las hijas e hijos, a la factura del dentista o del oftalmólogo .Si ella quiere ballet, yo le apunto a guitarra a la misma hora y llevo el desacuerdo ante el juez, e igual con el idioma, la pertenencia a una asociación o cada competición deportiva. El traje de Comunión, las excursiones del colegio, la asistencia a la boda de la tía Puri o la afición por la cría del calamar salvaje son excusas suficientes para que el querulante monte un pleito de mil pares de narices. Y no es cuestión de broma, que eso supone un gasto de dinero en abogados, y de tiempo, que pude incluso dar lugar a problemas en el trabajo para la víctima que acaben en un despido encubierto o en una no renovación de contrato o, si se trabaja por propia cuenta, a la pérdida de clientes. Una tortura.
Pero no solo supone esto. En estos casos lo que pretende quien ejerce esta violencia por poderes es tener agarrada a la víctima, que se ve imposibilitada de pasar página y empezar una nueva vida sin su victimario. ¿Cómo va a hacerlo, si día sí día también se ve obligada a verlo y sufrirlo en estrados? Tal vez lo peor de esto es lo que muchas víctimas acaban haciendo para que cabe ese calvario: ceder, pasar por el aro que sea con tal de terminar con aquello. Ahí está la explicación de muchos convenios y acuerdos que a primera vista parecen inexplicables. Y es que estas maniobras pueden sacar de sus casillas a cualquiera.
Por supuesto, es muy difícil encajar estos comportamientos en algún tipo previsto en el Código penal. Y mucho más difícil encontrar una solución, que no es otra que ponerle fin, pero lo vemos a diario, y muchas veces con la impotencia de no poder hacer nada, o casi nada.
Porque tampoco podemos olvidar que estas conductas no solo perjudican a su víctima. El hecho de gastar tiempo, y medios, y esfuerzo de los órganos judiciales además de sacar de sus casillas a Sus Señorías, está detrayendo ese tiempo, medios y esfuerzo a todos los asuntos que lo necesitan. Que no son pocos, precisamente.
Así que hoy el aplauso es evidente. Se lo doy a quienes, a pesar de todo, no solo mantienen la compostura ante tales actuaciones, sino que ponen los medios para evitarlas. Por favor, que compartan la fórmula.