
No sé qué tienen los churros que su sola mención vale para todo. O para casi todo. Tan madrileños como La verbena de la paloma, no solo son un desayuno o merienda fantásticos, sino que son la metáfora de que algo se fabrica en cantidades considerables. Pero hay otro significado metafórico de “churro”, que viene referido a las cosas que salen hechas un cuadro. Como las chapuzas de Pepe Gotera y Otilio o las de la serie Manos a la obra, con su gotelé a tutiplén. Aunque en la Valencia de Cañas y Barro o La Barraca más que churros, hablamos de buñuelos. Como está mandado.
En nuestro teatro hacemos más churros, o buñuelos, de los que quisiéramos. Las condiciones de tiempo y falta de medios nos convierten a veces en máquinas de hacer churros como ya contábamos en un estreno, y los churros se indigestan, además de no ser siempre la mejor opción. Ni los buñuelos tampoco. Pero a veces no queda otra.
¿Quién no ha sentido alguna vez que se ha preparado algo de maravilla y el resultado no es el esperado? Es una de las primeras lecciones que aprendemos como estudiantes, antes, incluso, que el contenido a aprender. En la Facultad me pasó más de una vez: exámenes para los que había estudiado mucho -o eso creía entonces- luego salían como un buñuelo. Probablemente, no llevara tan bien la cosa como yo pensaba, aunque en ese momento prefiriera echar la culpa a la mala suerte, a la manía que me tenía el profesor o, como Gabinete Caligari, decir que La culpa fue del cha cha cha. La oposición es, sin embargo, otra cosa. Ahí sí que, por bien que se lleven los temas, siempre puede salirte la cosa como un churro. Los nervios, la presión y la escasez de plazas es lo que tienen. O, como decía un preparador, la opositora gallega que, como allí está siempre lloviendo, no hace otra cosa más que estudiar, dicho sea con todo mi respeto y cariño para Galicia y su gente. Pero ya se sabe que para los opositores lo suyo es insistir, persistir y nunca desistir. En Galicia o en Canarias.
Una vez con la toga a cuestas, la cosa no mejora, y las posibilidades de que algo salga como un buñuelo se multiplican, aunque también tiene que ver con la percepción que cada cual tenga de sí mismo, y de su nivel de perfeccionismo y exigibilidad.
A este respecto, siempre recuerdo con cariño mis primeros juicios, cuando me preparaba un juicio de faltas -cuánto os añoro- como si se tratara del juicio del siglo. En el primero en que informé, todavía como fiscal en prácticas, estuve tres cuartos de hora para hablar de una estafa por no haber pagado el peaje de la autopista -que entonces eran, claro está, de pago-. Ni que decir tiene que condenaron al angelito, pero no por mi informe precisamente. El tipo lo había reconocido, pero yo no quise o no supe perder la oportunidad de soltar todo el rollo que me había preparado. La jueza me escuchó pacientemente y, aunque nunca lo ha dicho, no creo que me haya perdonado semejante paliza. Cosas de la bisoñez.
No fue ella la única que tuvo que soportar mi entusiasmo no demasiado bien canalizado. Todavía me entra una mezcla de risa y vergüenza cuando me viene a la memoria la cara de los magistrados de la sala cuando me empeñé en darles una charla sobre el dolo eventual y su diferencia con el dolo directo. Y menos mal que no absolvieron, porque hubiera podido pillar una depresión de órdago. Que yo entonces todo me lo tomaba a la tremenda.
A veces son los despistes los que nos hacen quedar, como dice mi madre, como un cochero. Como a despistada no me gana nadie, confieso que alguna vez me he confundido de juicio y e momento “trágame tierra” ha sido grandioso. En una ocasión confundí las carpetillas de un día con las de otro y comencé lo que yo creía que era un juicio por el asalto a una gasolinera cuando se trataba del tirón a una viejecita por la calle, Como el acusado se acogió a su derecho a no declarar, no pude caer en la cuenta de lo que pasaba hasta que vino la testigo, que yo creía empleada de la gasolinera. Al comprobar que tenía más de ochenta años cumplidos, me quedé descolocada, porque aquella señora que apenas se tenía en pie con un andador no podía estar manejando un surtidor. Cuando caí en la cuenta de lo ocurrido, salí del paso como pude, pero casi muero de la vergüenza . El juicio que tan bien creía haber preparado se quedó hecho un buñuelo y yo hecha un guiñapo. Aunque, por suerte, la sangre no llegó al río y salvé las naves lo suficiente como para conseguir una sentencia condenatoria. Y, por supuesto, que la señora del andador no se diera cuenta de lo sucedido y se fuera satisfecha.
Hay otras ocasiones en que, si las cosas salen como un churro, buñuelo o lo que sea, la culpa no es nuestra. Algún error a la hora de recibir las notificaciones, que a veces pasa, nos hace acudir corriendo a un juicio que no habíamos preparado. Y hay que leer lo que se pueda lo más aprisa posible y echar mano de fondo de armario jurídico y un poco de caradura, que siempre viene bien. En general, se trata de cosas de poca complejidad y suelen acabar bien, pero la cara de susto no se le quita a una en un tiempo. Verdad verdadera.
Una compañera me cuenta un par de cosas que encajan de maravilla con lo que quiero transmitir. La primera es lo que le ocurrió cuando en un juicio por jurado, con todo preparado al milímetro, alguien soltó un ratón y no solo cundió el pánico, sino que tuvieron que desalojar la sala, con la consiguiente falta de concentración y cambios logísticos. Las cosas ya no rodaron como deberían. Como pasaba durante una época que en los exámenes no fallaba el aviso de bomba o, en la versión más cutre, la bomba fétida. Que levante la mano quien no la ha sufrido alguna vez.
El otro caso que me cuenta es todavía más personal, y por eso le agradezco especialmente la aportación. Como quiera que mi compañera necesita una silla de ruedas para desplazarse, consiguió que la Audiencia colocara una rampa. Pues bien, su gozo en un pozo cuando, con todo dispuesto, resultó que no ajustaba todo lo bien que deberían, con lo que las ruedas delanteras se metieron en la raja y por el canto de un duro no salió disparada de bruces ante la mirada atónita de los tres magistrados. Menudo mal rato, la verdad, Y menudo buñuelo de rampa la que construyeron.
Aunque lo peor de todo es cuando la churrería viene de la imposibilidad de hacer las cosas mejor. Cuando a una le entran veinte calificaciones con la misma fecha de entrada, o diez recursos para contestar a la vez, se hace lo que se puede. Y en ocasiones, redunda en la calidad de nuestro trabajo, y en que la abogacía se queje de que no cumplimos los plazos. Pero, como todo el mundo sabe, lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible. Es lo que tiene la falta de medios personales y materiales, que la buena voluntad hace su papel, pero no lo soluciona todo.
Tampoco las prisas son las mejores consejeras, pero en Toguilandia las prisas tienen una forma concreta llamada plazos que por la ley de Murphy tienden a solaparse y a ahogarnos. Menos mal que las togas flotan y sobrevivimos.
Y con esto, acabo el estreno de hoy, buñuelos mediante. El aplauso se lo doy hoy a las compañeras que ha compartido conmigo sus anécdotas, y a Vicente, uno de nuestros funcionarios, a quien debo la imagen de este post y algunas otras, y que siempre nos alegra la vida con las decoraciones que en cada momento hace de su despacho. Gracias por sacarme una sonrisa.