
Hoy en nuestro teatro, un cuento. Es un relato que pretende tranmitir la angustia que produce una amenaza según cómo y de quién venga
EL TIEMPO QUE NOS QUEDA
(Relato finalista de certamen Carolina Planells 2021)
Vivía con la angustia instalada en el cuerpo y en el alma. Era un pasajero molesto, que tomó su billete el día que me llegó el primer mensaje y nunca llegaba a su estación
“Disfrutad del tiempo que os queda juntas”
El mensaje de whatsapp parpadeaba en la pantalla de mi móvil alterando mi tranquilidad. Fui tonta al pensar que con la firma del acuerdo de divorcio podría pasar página y empezar una nueva vida. Es cierto que empezaba una nueva vida pero era, si cabe, peor. Nada que ver con lo que había imaginado el día que renuncié a todo el dinero que me correspondía en el reparto a cambio de la custodia de mis dos hijas.
Por el contrario de lo que creía, o de lo que quise creer, él no despareció de mi vida. Desarrolló un nuevo e insólito interés por compartir con las niñas una compañía que nunca le interesó. Mientras duró el matrimonio, jamás las recogía del colegio, nunca les cambió un pañal ni les dio una papilla, fue incapaz de llevarlas al parque o a un cumpleaños. Y, de pronto, cuando nuestra separación se hizo efectiva, le entraron unas ganas locas de ser el padre que nunca había sido. O eso fue, al menos lo que hizo creer al mundo entero, empezando por el juez que dictó la sentencia de nuestro divorcio.
Me resigné. No me quedaba más remedio. Así que uno de cada dos fines de semana preparaba sus maletitas de Minnie y lloraba por dentro, aunque les mostraba la mejor de mis sonrisas. Ya me había advertido mi abogada que por nada del mundo dijera nada a las niñas que les llevara a negarse a ir con su padre. Si aquello sucedía, podría ser contraproducente para mí, hasta el punto de quitarme la custodia de las niñas por haberlas manipulado. Esa perspectiva me producía escalofríos, no tanto porque no concebía la vida sin que estuvieran conmigo, sino porque no sabía lo que podría llegar a pasarles. Nadie más que yo sabía lo que era capaz de hacer ese hombre ni hasta dónde podía llegar.
Por eso, cuando me llegó el primer mensaje, se me puso el corazón en la boca y a punto estuvo de salírseme. Sabía que era un ultimátum. Y que, además, producía el efecto contrario de lo que decía: con la espada de Damocles encima, era difícil, cuando no imposible, disfrutar de nada.
A pesar del miedo que tenía, decidí denunciarlo. No se me pasó por la cabeza que alguien pudiera no ver lo que yo veía con toda claridad en aquella sucinta frase, una amenaza para la vida de mis hijas y para la mía. Pero el abogado que me tocó de oficio ya me advirtió de que no veía fácil que me concedieran la orden de protección que pedía.
– La frase no tiene contenido objetivamente amenazante. Entiendo que usted lo sienta así, pero tengo muchas dudas en que sus Señorías lo entiendan así
– ¿Entonces?
– Le juro que lo intentaré con todo mi empeño, pero no veo demasiadas posibilidades. Lo siento.
No había contado con eso. En realidad, cuando él decía que yo era tonta e inútil, debía tener razón. Si no lo fuera, habría caído en que él, el prestigioso y rico abogado con el que me casé, no iba a cometer el error de hacer algo que pudiera perjudicarle. Seguía con la misma táctica con la que me había machacado casi desde el primer día, la de mostrarse como un tipo equilibrado, encantador, inteligente y responsable que trataba a su esposa como una reina. Con una sonrisa displicente, me disculpaba cada vez que hablaba, como si yo fuera una niña cuya opinión no importaba a nadie. Confieso que llegué a pensar que era así, a pesar de que siempre fui una excelente estudiante y acabé con el premio de honor una carrera que jamás ejercí.
Al salir del Juzgado, con la orden de protección denegada tal conforme pronosticó mi abogado, volví a ver aquella sonrisa displicente que me atravesó como el más afilado de los cuchillos. No le hizo falta decir nada para que yo me sintiera amenazada. Y ahora, además, tenía de nuevo los mandos de un juego que jamás perdería, unos mandos que nunca había dejado de tener. Solo él y yo sabíamos que eso era una amenaza, y que el juego era un juego mortal.
Estaba sola. Sola, con mis hijas. Sola, a pesar de todas las personas que, a mí alrededor, querían ayudarme y no sabían cómo. Sola con mi miedo y con mi angustia.
Trataba de todas las maneras posibles pasar página, como me decían una y otra vez. Pese a que sabía que él no acabaría olvidándose, que nunca me dejaría en paz y que empezar una nueva vida era imposible, quise creer que podía hacerlo, como me repetían hasta la saciedad. Incluso puse en práctica lo que el mismo demonio me decía en sus mensajes de whatsapp, que se repetían casi a diario. Trataba de disfrutar del tiempo que nos quedaba.
Es difícil imaginar para quien no haya pasado por ahí cómo se siente alguien con un temporizador controlando su vida. Es cómo yo me sentía. Cuando llevar al parque a mis hijas, pensaba que tenía que aprovechar el tiempo porque tal vez fuera nuestro único paseo por el parque. Y me pasaba lo mismo cuando las llevaba al colegio, a merendar o al cine. Se me encogía el alma al imaginar que podía tratarse de su última clase, su último cumpleaños o su última película. Y, por más que intentara disfrutarlo, era imposible
- Mami, ¿no quieres jugar? ¿Por qué estás siempre triste?
- No estoy triste hija. Solo un poco cansada.
Por el contrario que su padre, yo era una actriz pésima. No podía disimular el desasosiego que sentía, apuntalado por cada mensaje que recibía. Y, en consecuencia, mis hijas se agobiaban en mi compañía. Intentaba disimular mi angustia, pero era muy difícil
- ¿Sabes qué, mami? –dijo de pronto mi hija mayor- Papá cada día está más divertido. Seguro que si lo conocieras ahora, volveríais a estar juntos
- Nos lo ha dicho él –intervino la pequeña- Que seguro que ya no estabas enfadada con él y podríamos quedar los cuatro
Se me cayó el alma a los pies. Él estaba repitiendo con las niñas lo que hizo conmigo en su día. Estaba atrapada en el infierno, y él tenía la llave
“Sigue disfrutando de ellas. Será por poco tiempo”
Cuando las niñas volvían de las visitas con su padre, respiraba aliviada. Siempre temía que no regresaran. Y ellas no entendían nada. Las estaba atrapando en su tela de araña y yo no podía hacer nada para que se soltaran
- Jo, mamá, no nos achuches tanto. Cualquier diría que no nos vas a ver más…
La frase de mi hija mayor fue una premonición. Aquel domingo, a las ocho de la noche, las niñas no llegaron. Tampoco llegaron a las ocho y media, ni a las nueve, ni a las diez. Cuando las agujas del reloj mostraron que ya era un nuevo día, seguían sin venir. Y a ese día siguió otro, y otro, y otro más. El había cumplido su amenaza.
Fui al juzgado a denunciar su desaparición, aunque era consciente de que no serviría para nada. Me atendió el mismo juez ante el que había solicitado la orden de protección unos meses antes. Su cara se descompuso al verme. Y, aunque intentaba disimular, no lo conseguía
- Lo siento, de veras
Hice una mueca que quería ser una sonrisa. No tuve fuerzas para darle las gracias, ni mucho menos para decirle que si me hubiera hecho caso, no estaríamos así. No era más que un peón en el juego y con un jugador como él a los mandos, nadie podía hacer nada. Era la dolorosa lección que había aprendido.
Seguimos sin saber nada de mis hijas, ni de él, durante tres eternos meses. Hasta ayer mismo
La historia de Carolina me impresionó sobremanera. Había oído hablar de la violencia de género, de la violencia vicaria y de todo tipo de maltrato, incluso había escrito sobre ello por encargo del periódico en el que trabajaba. Pero no me había visto en la tesitura de enfrentarme al dolor cara a cara. Y el dolor me había traspasado hasta lo más hondo.
Carolina era poco más que una muerta viviente. A pesar de que todo el mundo mantenía la esperanza de que las niñas estuvieran a buen recaudo en cualquier país lejano junto a su padre, ella parecía darlas por muertas. Contaba las cosas con un tono neutro, como si estuviera hueca por dentro. Sin embargo, aquel tono dolía mucho más que cualquier grito o gemido
- No las volveré a ver. Ni yo ni nadie
El último mensaje había sido demoledor para ella, aunque continuaba siendo tan poco explícito como el resto
“ Espero que disfrutaras de ella cuando pudiste”
Yo quise consolarla diciéndole que la existencia de un mensaje después de tanto tiempo era una buena noticia. Al menos, él no se había matado arrastrando a las niñas con él, como habían hecho otros malditos machistas. Pero ella no lo veía así
- Están muertas. Lo sé.
Ha pasado ya un año desde que desparecieron. Nadie las ha encontrado, ni vivas ni muertas. Tampoco ha dado nadie con el paradero se su padre, a pesar de que mi artículo con la petición de ayuda de esta madre desesperada fue el más leído del periódico en toda su historia.