Nuestro día: Día de la Mujer


Hoy es nuestro día, el día de todas y cada una de las mujeres, un día para reivindicar y para celebrar al mismo tiempo

Por eso, en este escenario en que tantas cosas hemos compartido, quiero hoy haceros un pequeño regalo. O, mejor dicho, dos. El primero, es un cuento, para recordar quiénes fuimos y quiénes podemos llegar a ser. La ilustración, una vez más, es de la maravillosa @madebycarol

El segundo, es un fantástico cortometraje en el que he participado junto a varias mujeres de todas las edades, realizado ex profeso para este día, para que nunca olvidemos que el mundo nos pertenece

Aquí tenéis el cortometraje-videodanza «Todas»

Y, a continuación, el cuento

Relato incluido en la antología Reescribiendo a Blasco Ibáñez, de Generación Bibliocafé 2018

TAPETES DE GANCHILLO

              Aquella tarea me estaba costando la vida. Vaciar una casa es mucho más que dejarla sin muebles ni enseres. Es dejarla sin vida. Y parte de la vida que había en ella era la mía y ahí se quedaría para siempre.

              Pero no había otro remedio. Con la muerte de mi padre y el estado de salud de mi madre, lo más acertado era que se viniera a vivir conmigo. Y mis magros ingresos no daban para mantener dos viviendas, por más que se nos rompiera el alma al abandonar el escenario de nuestra existencia. Así que había que hacer de tripas corazón y ponerse a la tarea.

              Hubiera querido ir más deprisa. El tiempo, representado por el camión de mudanza y su despersonalizada tarifa por horas, corría y corría, pero cada caja, cada mueble y cada cosa que aparecía por armarios y cajones me arrancaba un trocito de alma. Y el alma se me estaba desgarrando a pedazos.

              Mientras empaquetaba mi pasado en cajas de cartón, me quedé un buen rato mirando al sillón de orejas, ése donde siempre se sentaba mi madre. Desde la última reforma ya no tenía la tapicería floreada ni los tapetes de ganchillo que confeccionó con esmero mi abuela en su día. Yo odiaba sobremanera aquellos tapetes que mi madre se resistía a quitar porque le traían buenos recuerdos, pero ahora los añoraba hasta hacer rodar las lágrimas por mi cara. Y, por un instante, me pareció verlos de nuevo, impolutos sobre los apoyabrazos del sillón, y viajé en el tiempo hasta varios años atrás.

              Yo acababa de cumplir los dieciocho años. Tenía el miedo tan agarrado en la garganta que apenas me salía la voz, y tuve que increpar varias veces a mi madre para que alzara la vista del libro que leía, como hacía cada noche en su sillón de orejas con tapetes de ganchillo. Lo que tenía que decirle era demasiado importante como para asegurarme de que me prestaba toda su atención. Así que me arodillé en el suelo mientras esperaba que cerrase su libro.

              La verdad es que no sé si estaba más avergonzada que asustada, o más bien era al contrario. Pero contarle a mi madre que había sido tan tonta de quedarme embarazada era un trago bien amargo. Lo hice de tirón, sin dejar que las palabras se engancharan en mis labios ni las lágrimas en mis ojos. Y esperé, en un minuto que se me antojó eterno, a que reaccionara, mientras permanecía expectante arrodillada ante aquel sillón de orejas con tapetes de ganchillo.

              Y, entonces, mi madre, lejos de rasgarse las vestiduras, hacer aspavientos o darse golpes de pecho, me contó tranquilamente una historia. La de mi tía abuela Manuela, una tía a la que nunca conocí y a la que, al parecer, yo le debía mi nombre.

              Mi tía Manuela era la chica más guapa del pueblo donde vivían. Desde que empezaron a asomar en su cuerpo sus formas de mujer, los hombres se volvían a su paso, y ella se dejaba querer. Era coqueta, alegre y dicharachera. Y le llovían pretendientes por todas partes. Y ella tonteaba con unos y con otros sin quererse comprometer con nadie. Tiempo habría de ello.

              Pero la vida a veces te juega malas pasadas y a su familia le habían repartido unas pésimas cartas en la partida de la vida. El negocio familiar se había hundido y no había forma de salir adelante. Y un buen día la solución se plantó en la misma puerta de su casa. En su mano de naipes había un comodín. Uno de los hombres más ricos del pueblo quería casarse con Manuela. Era mayor, y muy poco agraciado, pero aquella pizpireta muchacha se vio obligada a acceder a ello para salvar a su familia de la miseria. Y tras un tira y afloja que duró más bien poco, sucumbió a la autoridad paterna y se casó con aquel hombre feo y viejo, sin contarle a nadie que iba al altar embarazada de Antonio, un chico joven y guapo por el que bebía los vientos.

              Apenas habían pasado cinco meses de la boda, se desencadenó la tragedia. Mi tía Manuela había logrado disimular su estado, pero sabía bien que no podría fingir mucho más. Y estaba en la cama, con la excusa de que tenía una indisposición, cuando le llegó la noticia de que Antonio había sido detenido cuando acababa de degollar a aquel niño que ella parió a escondidas.

              La noticia se extendió como un reguero de pólvora en su pueblo y en toda la contornada. Pero mi madre, una niña por aquel entonces, me contó que nadie les dijo qué fue de Manuela. Jamás volvieron a verla y su sola mención estaba terminantemente prohibida en su familia y en su casa. Y pense´que tal vez por eso mi madre quiso ponerme su nombre, como un postrer homenaje a aquella desdichada mujer.

              Después de contarme esa historia terrible, me hizo ver lo afortunada que era yo, con mi embarazo a cuestas y todo. Yo podía decidir qué hacer con mi vida, y ella me apoyaría en todo. Tanto si optaba por desprenderme del feto que albergaba en mi interior, como si decidía tenerlo. Y que nadie me juzgaría como le había ocurrido a Manuela, ni en un caso ni en otro. No sería fácil pero, por suerte para mí, estos eran otros tiempos.

              Aquella historia fue determinante para tomar una decisión fundamental en mi vida. Y la imagen de mi madre en el sillón de orejas con tapetes de ganchillo volvió a mi mente con una lucidez que no tuve entonces. Y, cómo en un flash, ví la imagen del libro que leía mi madre mientras me la contaba. Cañas y Barro, de Vicente Blasco Ibáñez.

              Encontré el libro entre sus pertenencias, en una caja con algunos otros recuerdos. Con un nudo en el estómago, los metí en mi bolso haciéndome a mí misma la promesa de que les buscaría el hueco que se merecían en mi casa.

 En cuanto instalé a mi madre y sus pertenencias en su nuevo hogar, me dispuese a leer el libro. Nunca antes se me hubiera ocurrido, porque yo no era demasiado amiga de la lectura y todavía menos de aquellos autores que consideraba pasados de moda. Me lo leí casi de un tirón y, al hacerlo, lo vi todo claro.

Mi tía abuela Manuela nunca había existido, más allá de las páginas del libro de mi madre. Fue como homenaje a su autor que yo tuviera el nombre de la protagonista. Y fue ella quien, desde el mundo donde las historias son parte de la vida, vino a salvar la mía. En la voz de una mujer maravillosa sentada en un sillón de orejas con tapetes de ganchillo.

Fui hacia a mi madre con el libro en la mano, y me lo confirmó con la mirada. Ni una palabra. Levantó la vista de lo que tenía entre manos, y no hizo falta hablar. Ya no podía leer, pero jugueteaba con los tapetes de ganchillo que un día estuvieron en su sillón de orejas.

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