
Cuando el mundo del cine empezó a dar sus primeros pasos, el teléfono no era de uso generalizado porque, aunque se inventara a mitad del siglo XIX, aún tardaría bastante en incorporarse a la vida común de los mortales. ¿Quién hubiera imaginado un mundo donde los teléfonos apenas ocuparan lo que la palma de la mano, y se convirtieran casi en una prolongación de la misma? Ni Julio Verne, aunque pudiera fabular con un Viaje al centro de la tierra o 20.000 leguas de viaje submarino. Tampoco se hubieran figurado Las chicas del cable que acabarían heredándoles unos teleoperadores que, desde los más recónditos lugares, amenazan con fastidiarte la siesta ofreciéndote las ofertas más peregrinas. Han quedado muy lejos los tiempos de aquel Teléfono rojo, volamos hacia Moscú , pero algo queda. Y ese algo no es otra cosa que el tiempo de espera. Y ya se sabe lo que dice el refrán: el que espera, desespera.
Nuestro teatro no iba a ser una excepción, que de esto de esperar sabemos mucho. Y de desesperar, desde luego, también. Casi casi podríamos hacer un máster diario desde los distintos puntos del escenario, el público y las bambalinas.
Pero hoy no me iba a referir a cualquier tiempo de espera, sino a uno muy particular, que todo el mundo conoce, tanto dentro como fuera de Toguilandia. Y no es otro que el tiempo que en cualquier teléfono, generalmente oficial, te hacen esperar hasta llegar a quien quiera que tenga que solucionarte la cuestión. Y eso si hay suerte. Ese tiempo viene amenizado –por llamarlo de algún modo- con una musiquilla que, tras repetirse una y otra vez, acaba clavándosete en la meninge como si fuera la más refinada de las torturas. Porque mucha música clásica, mucha pretensión cultureta y muchas gaitas, pero al finas de oír siempre los mismos compases una acaba hasta el gorro.
A este respecto, recuerdo una experiencia que me ha marcado. Cuando estudiaba solfeo, allá por el Pleistoceno, tuve que aprenderme un famoso tema de Ana Magdalena Bach combinando las notas y la sintonía cantadas, el compás con las manos, y otro compás con los pies. Lo aprendí, desde luego, pero acabé aborreciéndolo. Y cada vez que en un hilo musical de tono de espera del teléfono aparece –es bastante frecuente- regresa a mí aquella pesadilla y cuelgo, bañada en sudor. Traumas de una infancia sin psicólogos.
Pero ahora a Ana Magdalena la acompañan varios compositores más en mis neuras. Según les dé a quienes se encargan de elegir esos tonos de espera. Y no quiero ni pensar lo que será ya mismo con los villancicos. Acabaré con pesadillas donde caerá una campana sobre otra campana, que acabarán golpeando al pobre Tamborilero, entretenido como estaba mirando los peces en el río y perdiendo la pista a los pastorcillos, a la burra y a los Reyes que iban a Belén. Y hasta a las muñecas de Famosa, que no nos falte de na.
Hoy me pasó otra vez. Tenía que hacer uno de esos absurdos que nos obligan a hacer, los famosos estadillos, y cómo no, el sistema no reconocía mi contraseña. Aunque mejor sería decir que no reconocía una de las mil contraseñas que venimos obligados a memorizar. Paradojas de la vida, ha habido un cambio encaminado precisamente a que eso no ocurra, algo llamado Escritorio Integrado, que se supone que evitará la multiplicidad de contraseñas. Pues mira por donde, no reconoce la que tenía. Así que tengo que llamar al organismo correspondiente para que me faciliten una nueva o me restablezcan la antigua. Algo que parece fácil y que se ha convertido en una escalada al Everest porque llevo una semana llamando y escuchando el mismo tonillo en espera que se repite una y otra vez. Durante cinco, diez, veinte minutos. Y no soy la única. Y eso, por supuesto, después de las típicas opciones entre las cuales no sé cual elegir. Si quiere una cosa, pulse 1, si quiere otra, pulse 2, si quiere la de más allá, pulse 3 y así sucesivamente hasta que me dice que me espere a que me atienda la operadora, porque no identifico mi problema ni con 1 ni con 2 ni con 3, aunque también los he probado en balde. Puede resultar gracioso, pero cuando una tiene que calificar, hacer juicios, ir a la guardia o cualquier otra cosa, es bastante exasperante perder el tiempo de esa manera.
Esto es solo un ejemplo, claro está. Cualquier ciudadano o ciudadana se ha topado con la musiquilla de espera para tratar de contactar con cualquier administración, más aun en estos tiempos de pandemia en que ya nada es presencial. El colmo de los colmos es el caso de que te den cita telefónica para atenderte por teléfono, pero es así en muchos casos. Juro que no invento nada.
Además, no soy la única, y, aunque maldita la gracia que tiene el refrán de “a mal de muchos, consuelo de tontos” es una verdad como un templo. Una se siente menos sola en su desesperación pensando en cuantos compañeros y compañeras están oyendo el mismo tonillo desde distintos lugares de España con el mismo resultado. Ánimo.
Solo me queda el aplauso que hoy voy a hacer en modo especial. Si le ha gustado el post, pulse 1, si no le ha gustado pulse @·”*+&# -tampoco lo voy a poner fácil- si le ha gustado muchísimo pulse 2 y si le ha gustado a rabiar, pues a dar ese aplauso con ovación que tanta ilusión me hace. Me dará fuerzas para seguir escuchando el tono de espera. Que no se diga