
Generalizar es un vicio común. Puede que incluso en algún caso se considere una virtud o, al menos, algo útil. De hecho, los términos “todos” y “todas” así como sus primos hermanos “todo el mundo”, “toda la gente” y similares son de uso común. Y el mundo de los escenarios no podía ser menos. Títulos como Todos los hombres del presidente, Todos a una (título que evoca a la inolvidable Fuenteovejuna) o Uno para todos (que a su vez recuerda el lema de Los Tres Mosqueteros) así lo atestiguan. Pero no todas las personas somos iguales, y eso también se refleja en títulos como Diferente o Tan distinto como yo. Y es que, como dice mi madre, cada cual somos hijos de su padre y de su madre.
El todoelmundismo es moneda frecuente en nuestro teatro. Es frecuente meternos en el mismo saco a “todos los fiscales”, “todos los jueces” o “todos los abogados”, o sus equivalentes femeninos, que todavía no hemos interiorizado el lenguaje inclusivo ni siquiera en nuestros propios formularios oficiales -el sistema informático de Fiscalía sigue poniendo “El Fiscal” en los encabezamientos- Pero, sea cual sea el tema, no todos somos iguales, aunque, a veces, unos y unas seamos más iguales que otros y otras. Que por qué digo esto. Habrá que seguir leyendo para comprobarlo.
Lo de generalizar, o tomar la parte por el todo no es algo nuevo. Incluso le hemos dedicado algún estreno, y también a esas personitas que creen saber de todo, esos terulianos y tertulianas que impregnan de todología los medios de comunicación sin que nadie les contradiga.
La cosa, no obstante, ya tenía sus perendengues en nuestra infancia, incluso sin darnos cuenta. A ver quién no ha oído a su madre, cuando insistíamos en hacer algo porque Fulanita o Zutanito también lo hacía, decirnos eso de “y si se tira por una barranco, tú también lo haces, ¿verdad?”. La verdad es que a nuestra madre le importaba poco que contestáramos que sí porque ella, pionera en el lenguaje inclusivo, nos hubiera espetado un “Qué barranco ni barranca” que solía zanjar la cuestión, nos gustara o no.
Y es que eran otros tiempos, los tiempos en que una de mis amigas dio tanto la lata con que toda su clase tenía el comediscos -un artefacto curioso que podría describirse como un bolso bandolera con tocadiscos incorporado- que consiguió que se lo compraran. Cuando la pobre comprobó que “toda la clase” era un eufemismo que en realidad quería decir “tres niñas” ya era tarde para devolver el aparatejo, pero no para confiscarlo -de nuevo el Derecho materno– hasta que mi amiga lo mereciera, a su juicio. Lo del comediscos, propio de una generación que ya estamos cerca ser de riesgo para el covid y alguna cosa más, podría traducirse en móvil, ordenador, tablet o cualquier otro artilugio, según la época. El espíritu permanece intacto.
Como decía, en Fiscalía estamos más que acostumbrados a que nos metan en el mismo saco, como si eso de la dependencia jerárquica que recoge nuestro Estatuto Orgánico como principio de organización fuera una suerte de unifomación con chip incluido que hace que pensemos exactamente de la misma manera y que seamos responsables de los comportamientos de los demás. Y, por más que el Ministerio Fiscal sea único, sus miembros somos muchos y muy diferentes y hay de todo, como en botica. Ni todos somos hijos de papá -y mamá, supongo-, con apellidos compuestos y cuentas corrientes saneadas, ni lo contrario. Por otra parte, tampoco el tener un apellido rimbombante o determinado nivel de ingresos te adscribe por fuerza a un lado del espectro político, por más que se empeñen en simplificar en ese ejercicio de frentismo que tan poco nos beneficia.
Ciertamente, Sus Señorías de la carrera hermana no sufren tanto eso de la generalización porque, como son independientes como la república de su casa, no les ponen un chip por el que hayan de responder de las culpas ajenas. Pero no se libran, desde luego. Si a los miembros de la carrera fiscal nos etiquetan como hijos de papá, en su caso ya es una cosa superlativa. De nada sirve que nos empeñemos en probar que desde hace muchas promociones la mayoría no tienen ningún antepasado con puñetas -aunque seguro que los tienen puñeteros- que, en cuanto surge la oportunidad, alguien viene con el cuento. No obstante, tampoco pasaría nada. Si nada tiene de raro que el hijo del médico sea médico y la hija de la arquitecta también quiera construir casas como mamá, no tiene que extrañar que en nuestro mundo también pase. Al fin y al cabo, hay que ganarse el puesto por oposición, no se hereda como las empresas, y en ese caso tampoco nadie pone pegas.
Reconozco que la idea de este estreno, aun cuando es un tema con el que siempre tropiezo, vino de una interacción -por no llamarla discusión- a través de redes sociales con un abogado. A propósito de algo que tuiteé sobre la violencia de género, afirmaba muy seguro que ”todos los abogados” sabían que se utilizaba para obtener ventajas en un pleito civil de familia. Con toda educación, le respondí que eso era una opinión, pero él insistía que eran “todos”, arrogándose la representación de toda la abogacía como si le correspondiera por mandato divino. Por más que traté de sacarle de su error diciendo que conocía abogados y abogadas que no pensaban así, y que una de ellas salió a confirmarlo, no hubo manera. Que si quieres arroz, Catalina. Y la pobre Catalina, empachada.
Podría nombrar muchos más lugares comunes y generalizaciones que suelen, además, ir en contra del generalizado. Una de las que más me molestan es la que hacen con el turno de oficio, cuando presuponen que por acudir a la justicia gratuita la atención va a ser peor que con un “abogado de pago”. Pues bien, he dicho varias veces y seguiré diciendo que mi experiencia con estos profesionales es la de una atención exquisita y entregada que no sé si sería igual pagando pero, desde luego, no podría ser mejor.
La otra generalización que me fastidia, y esta personalmente, es la manía de que quienes vestimos puñetas tenemos un reloj distinto al del resto de la gente, y llegamos tarde porque nos da la gana. Desde luego, habrá jueces y fiscales impuntuales, pero igual que charcuteros, ferreteros o torneros fresadores. Al margen de que, cuando no llegamos a un sitio, probablemente es porque estemos en otro de la misma importancia. A este respecto, recuerdo a una famosa que salía en el magazine anarosísitico de turno indignada porque el juez de guardia, en vez de atender a su niño al que había mordido un perro, estaba levantando un cadáver. Ya ves tú que desconsiderado. Lo peor es que la entrevistadora y el público asentían con la cabeza dando la razón a la famosuela y a su rorro, que no tenía más que un rasguño que mostraba orgulloso a la cámara.
Y hasta aquí, la ración de generalizaciones de hoy. El aplauso, para quienes las aguantan con gallardía y donaire que a veces no resulta fácil Confieso que más de una vez me he quedado con ganas de emular a Fernando Fernán Gómez en su famosa frase que no repetiré porque mi madre me lee y no le gusta que diga palabrotas. Y yo, claro está, no voy a darle un disgusto.