
¿Quién no conoce la sensación de tener el corazón a punto de salírsele por la boca, o de reventarle en el pecho? Es algo tan conocido que no podía ser ajeno al mundo del cine, y un título paradigmático así lo atestigua: todo el mundo se ha sentido alguna vez como Esas mujeres al borde del ataque de nervios de Almodóvar. No son las únicas, claro. También hay quien se siente Con el corazón en la boca, o se va Donde el corazón de te lleve, pero los Nervios ahí están, A flor de piel.
En nuestro teatro, los nervios son fieles visitantes, tanto que ahí están casi siempre, aunque no los veamos. Y, junto a ellos, para redondear el asunto, la taquicardia, ese modo de latir el corazón de modo desbocado que anticipa un acontecimiento importante. Y es que para el justiciable “lo suyo” siempre es importante.
Pero no solo nuestro público sufre esa taquicardia de la que hablaba, como antesala al momento en que se conoce una decisión. También quienes somos intérpretes fijos en Toguilandia hemos sufrido de ese mal. Y, aunque parezca mentira, lo seguimos sufriendo. Más aun en este tiempo en que la incertidumbre es lo más cierto que hay.
Los momentos al borde del ataque de nervios llegan pronto. Mucho antes de que nos hayamos puesto la toga por vez primera, llegan los exámenes de la facultad, con su reparto de notas que, como toda evaluación que se tercie, nos tiene expectantes hasta que conocemos el resultado.
Pero si hay un momento en que el corazón se acerca tanto a la boca que aún no sé cómo no han encontrado más de uno por los suelos, es durante el desarrollo de la oposición, Conocer el resultado de cada prueba, saber que se van superando -o no- etapas y que al final se obtiene la plaza es algo difícilmente explicable para quien no lo haya experimentado. Aunque ya lo he contado alguna vez, no puedo evitar rememorar lo que ocurrió a uno de mis compañeros en el examen oral en el Tribunal Supremo. Yo estaba allí y me dejaron para el siguiente día, pero él si se examinó, y, cuando esperaba el resultado tras la deliberación, vio cómo el agente judicial salía con el veredicto -el papel que fijaban al tablón- y decía “ningún aprobado hoy”. El se marchó cabizbajo, desde luego, sin saber que mientras tanto yo comprobaba que lo que el agente judicial dijo no era cierto. El sí había aprobado, y tuve que recorrerme los pasillos del Tribunal Supremo para decírselo. Por supuesto, aquello forjó una amistad para toda la vida, además de la relación de compañeros de una profesión que me llegaría a mí al día siguiente.
No obstante, el pellizco llegaba para quedarse. Y confieso que hay muchas ocasiones en que me siento igual, por mucho que haya pasado el tiempo. Una de ellas es el momento en que una espera el veredicto del jurado, sobre todo después de algún caso especialmente difícil. Cuando, ya sentada en mi sitio, espero a que el portavoz del tribunal del jurado lea su veredicto, los golpes que me da el corazón son tan fuertes que creo que van a oírlos desde el otro lado de estrados. Y la verdad es que nunca lo he preguntado, que igual es así. Nunca se sabe.
Por supuesto, ese es un caso especial, pero en general la llegada de cualquier resolución sobre un tema en el que se ha estado trabajando, produce un efecto similar. Más aún cuando se trata de la resolución de un recurso que hemos interpuesto. Imagino que jueces y juezas también sentirán algo parecido cuando la Sala, el Tribunal Constitucional o quien quiera que sea, se dispone a confirmar o revocar. Son gajes del oficio, pero gajes que a veces nos ponen al borde del síncope. O del simposium, como me dijo una señora, que en su declaración testifical decía que lo que presenció fue tan terrible que casi le da un simposium. Y casi nos da otro a quienes lo escuchamos, hay que reconocerlo.
Ahora, la dichosa pandemia nos ha puesto de nuevo en el disparadero de tener el corazón desbocada a cada poco. O a mí, al menos. He de reconocer que cada comparecencia del Presidente del Gobierno, del Ministro de Sanidad, del Presidente de la Comunidad Autónoma o de quien quiera que nos informe, me tiene en un ay hasta que suelta la bomba. Así hemos escuchado esas cosas que creímos que no escucharíamos nunca , como declaración de estado de alarma o confinamiento. Y ojala no tuviéramos que volver a oírlo, pero mucho me temo que nos quedan muchos telediarios a sufrir.
Aunque, como juristas, nada como el cambio de una ley o las declaraciones del Ministro de Justicia de turno. Eso sí que es vivir al límite y lo demás son tonterías. Ya me gustaría ver a mí a Van Damme o a Schwarzanegger -aunque a mí me gusta más llamarlo Sobresagüer, como la madre de un amiga mía- en una de estas. Y es que, como Rambo, no sentimos las piernas. Ni los brazos, ni la cabeza, ni nada de nada.
Espero poder cerrar el telón de la función de hoy sin otro sobresalto, que no damos para sustos. Mientras tanto, daré el aplauso a todas aquellas personas que llevan estas cosas con sosiego, y dan calma a quienes lo necesitamos, Habría que clonarlas y repartirlas por el mundo.