
Mucho se ha hablado de las diferentes maneras de llamar a esas personas especiales a las que ya dedicamos un estreno. Parece que discapacidad es el término que parece más empleado en Derecho, y, como alguien me sugirió hace tiempo, lo acepto siempre que se entienda como distintas capacidades, con las que se pueden conseguir cosas asombrosas. El cine nos lo mostró en su día con Campeones y ahora con Especiales y a estas personas me gustaría dedicar mi post de hoy, un relato incluido en el libro Cada Vez Más Iguales, de Valencia Escribe
EL JURADO
¡Maldita sea la hora en que acepté ser jurado! No sé en qué narices estaría pensando para decir que sí tan alegremente.
No dejaba de repetírmelo una vez y otra mientras, al otro lado de la pared, el conflicto seguía enquistado.
Me dijeron que iba a ser sencillo. No tenía más que leer cada uno de los relatos y puntuarlo como me pareciera. La dueña de la editorial, amiga de mi amiga Mara -que el diablo la confunda- me metió en el lío y me explicó que mi papel era hacer de contrapeso, que había un escritor atormentado al que todo le parecía mal y una escritora de novelas románticas a la que todos le daban pena y les otorgaba buena puntuación. Yo no tendría que hacer nada más que aportar sentido común.
En ello estábamos cuando recibimos la llamada de Mara. En la editorial se habían enterado de que una de las participantes era una chica con síndrome de Down, y estaría bien que miráramos su relato con especial cariño. Se me llevaron los demonios, y por más de un motivo. Nada en la plica que presentaban debería indicar un dato así de la autora, y mucho menos debería influir en nosotros. Solo insinuarlo era un insulto.
Aún había más. Aunque ganara aquella chica, no tenía por qué hacerse pública otra cosa que su nombre, y nadie tendría por qué saber que tenía síndrome de Down. Salvo, claro está, que apareciera algún oportuno periodista acompañado de una cámara no menos oportuna a la recogida de un premio que nunca había sido objeto de más atención mediática que, con suerte, una reseña de cuatro líneas al final de algún suplemento cultural.
Cuando recibimos la llamada, me temí lo peor. Pensé que íbamos a enfrascarnos en una discusión eterna, que a la escritora romántica le daría pena y al escritor atormentado le daría rabia y a mí me tocaría hacer una mediación imposible. Los subestimé. Ambos se indignaron con la editorial por siquiera insinuarlo y dijeron que abandonarían el jurado si les obligaban a tomar una decisión así. Y yo me quedé sin nada acerca de lo que mediar. No podía estar más de acuerdo.
Le comunicamos a la amiga de Mara -el diablo la siga confundiendo- nuestra decisión inapelable. Ni siquiera queríamos saber cuál era el título del relato de aquella chica para impedir que afectara nuestra decisión.
Después de oír unos cuantos gritos al otro lado de la pared y de una tensa conversación con la representante de la editorial, decidieron que seguiríamos y que sería con nuestras condiciones.
Así fue, y reconozco que los lazos con mis compañeros de tarea se estrecharon con un vínculo que ha perdurado después de aquello. No tardamos gran cosa en ponernos de acuerdo. Cuando recogió el veredicto, la amiga de Mara -que el diablo la haya confundido para siempre- evitó mirarnos a la cara.
Yo tenía claro que nunca más me llamarían de la editorial cuando vi en la pantalla de mi móvil el número de la oficina. Me invitaban a la entrega de premios que se celebraría en un par de semanas.
Acudí, y compartí palco con mis amigos, el escritor atormentado y la escritora romántica. No era la primera vez que nos veíamos desde que fuimos jurado. Ahora quedábamos todos los miércoles a tomarnos unas cañas.
Cuando llegó el momento de desvelar quién había ganado, miré alrededor de la sala. Ni un periodista ni una cámara en varios kilómetros a la redonda. Y, la verdad, fue una lástima, De haber estado allí hubieran hecho un fantástico reportaje sobre la ganadora, una joven con síndrome de Down, que se había alzado con el galardón con un relato titulado “El jurado”.