Todo el mundo ha oído alguna vez eso de que en el teatro la última palabra la tiene el público. De poco sirve un estreno fastuoso, muchos flashes y glamour, mucha alfombra roja y muy buenas críticas si el público luego no pasa por taquilla ni ocupa el patio de butacas. Esa, y no otra, es la verdadera última palabra, y no el The End de los títulos de crédito. Pero también es cierto que añadir un “último” a cualquier título le da un aire de fatalismo que siempre resulta atractivo. Los últimos de Filipinas o El último mohicano son un buen ejemplo de ello.
Nuestro teatro también tiene su “última palabra” regulada e institucionalizada. Y no se refiere a la opinión del justiciable, precisamente. Ni tampoco tiene referencia alguna a aquel programa de televisión llamado Ultimas palabras, en donde un sacerdote con alzacuellos acababa la emisión cuando era niña, justo antes del himno y las fotos del rey. Lo aclaro, por si las moscas.
La última palabra es el derecho del acusado a hablar en último lugar en un juicio. Está tan consagrado que omitir este trámite –porque eso es lo que es en gran parte de los casos- da lugar a la nulidad. A mí me ha pasado. Hemos tenido que repetir alguna vez uno de los antiguos juicios de faltas porque no se le había brindado al acusado el derecho a la última palabra. Un juicio largo y tedioso que hubimos de reproducir enterito para que luego el acusado dijera que no tenía nada que añadir. Pero chitón. Es un derecho y no se puede saltar a la torera. Por eso tampoco yo tengo nada que añadir a tales decisiones.
Pero más de una vez una se plantea si sirve de algo realmente y, sobre todo, si le sirve de algo al acusado que, en más de una ocasión, mete la pata irremisiblemente. Y cuándo y cómo y qué sentido tiene. En los juicios que se celebran en Juzgados de lo penal y Audiencias tiene, a priori, un sentido clarísimo. Habida cuenta que el orden en que se desarrollan los juicios en nuestro derecho consiste -salvo que por alguna razón se altere- en oír al acusado en primer lugar y proceder después a la práctica de la prueba, es razonable pensar que quiera añadir algo tras haber oído y visto todo lo que ha acontecido ante sus narices, aunque no siempre le convenga. Pero si el orden es otro, como ocurre en los juicios por delitos leves o en los antiguos juicios de faltas, donde el acusado hablaba después del denunciante, la cosa puede ser diferente. Y teniendo en cuenta, además, que el acusado, al igual que los testigos y peritos, solo responden a lo que se les pregunta, podría pensar que algo se quedó en el tintero porque nadie se lo preguntó. Y ahí está su fundamento. Y ahí está, también, la encomiable labor de la defensa, que debe haber hablado con su cliente para indicarle si es mejor abrir la boca o callar para siempre.
Aunque la experiencia, que es la madre de todas las ciencias, me dice que más de una vez los defendidos ignoran los consejos de quienes les defienden, extremo que he corroborado viendo las caras de algunos letrados y letradas ante el arrebato verborreico de sus clientes. Su expresión era un letrero luminoso de “trágame tierra”. Seguro que quienes ocupamos uno u otro lado de estrados lo hemos visto.
He de reconocer que varias veces el uso de la última palabra por el acusado ha hecho más por la condena que yo misma como fiscal . Recuerdo un caso de violencia de género –entonces aún no se llamaba así- en que, tras una práctica de prueba de la que yo temía una absolución segura, el acusado dio la vuelta a la tortilla para acabar estampándosela en su propia cara. Cuando el juez le dijo si quería añadir algo en uso de su derecho a la última palabra, se dirigió a él en plan colega y le explicó que «a la parienta había que meterla en cintura». Y no contento con eso, le guiñó un ojo y le dijo que seguro que él sabía de lo que hablaba. Ni que decir tiene que el juez, además de responder con una calma admirable que no sabía a que se refería, le condenó sin paliativos.
También recuerdo una anécdota que me contó un compañero en que, tras un juicio donde se cuestionaba el reconocimiento en rueda, prueba principal que sustentaba la acusación, el acusado usó su derecho a la última palabra para marcarse él solito el camino de la cárcel. Porque, ni corto ni perezoso, afirmó muy serio que no sabía cómo le reconocieron si llevaba el casco puesto cuando atracó la gasolinera. Tal cual.
En otra ocasión, en un juicio por darle una buena paliza al árbitro en donde estaba bastante confusa la autoría en medio de la turbamulta que se armó, el acusado se dirigió a mí en uso de su última palabra y me dijo que como era mujer, no sabría de fútbol, pero que si fuera hombre seguro que comprendía que después de ese penalty tan injusto el árbitro se merecía eso y más. Y añadió que se sabía un héroe en el pueblo que daba nombre al equipo de fútbol en cuestión. Por supuesto, la tarjeta roja quedó en nada al lado de la condena que le cayó.
Y, volviendo a la violencia de género, más de un acusado ha tratado de justificar su conducta en ese último turno de intervención diciendo que el comportamiento de ella hacía que se mereciese los insultos o el golpe que había recibido. De esos casos, el más pintoresco fue el de un hombre que, ofendidísimo porque ella le dijo que “la tenía pequeña”, le dio un tortazo a la vista de todo el mundo y que, en su uso de la última palabra, le dijo al juez que él también habría hecho lo mismo ante semejante ofensa. Y es que para él, el tamaño importaba mucho. Y tamaña condena se llevó por eso.
Pero en honor a la verdad, en la mayoría de los casos se limitan a decir que están conformes con lo que ha dicho su defensa, a no decir nada, o a proclamar su inocencia o su arrepentimiento, con distintos grados de tranquilidad o excitación, aspavientos incluidos. Aunque alguna vez lo usan para arremeter contra fiscal o acusación particular después de oir su informe. “Esa señora del batín negro con puntillas no ha dicho más que mentiras”, dijo una acusada indignada refiriéndose a mi informe. Gajes del oficio.
Así que hoy el aplauso es, una vez más, para quienes cumplen y hacer cumplir la ley cualesquiera que sean las circunstancias. Pero, eso sí, con una ovación extra para esos letrados y letradas que miran desesperados cómo su trabajo se viene abajo por la incontinencia verbal de sus patrocinados. Paciencia. No queda otra.
Muy buen post, saludos.
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Gracias 😍
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Reblogueó esto en jnavidadc.
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Antes de nada agradecer su labor pero hacer un pequeño comentario,no se si por un tema de plazos y poco tiempo para preparar correctamente un informe de investigación,pero en mi caso concreto me he visto envuelto en un problema por una falta de lectura y razonamiento de un fiscal ante un caso,y eso,que casi seguro en vista oral se podrá defender correctamente,puede llevar a un acusado a pasarlo bastante mal durante todo el tiempo de incertidumbre nte una grave acusación…eso son gajes del oficio también supongo (por supuesto alegamos el error de que no parecía en ningún atestado,el fiscal decía que si…no me denuncia ni me reconoce ningún agredido(y hay 4 personas), el fiscal alega que no me saca de la acusación porque me reconoce un perjudicado (es una única testigo),y hay como 6 cosas numeradas que hacen muy poco problame mi culpabilidad(fui testigo y por ello el fiscal incluye mis fotos,no me reconocen los agredidos que recuerdan todo con lujo de detalles )etc etc…osea un fiscal con unos conocimientos amplios que se deja llevar por impulsos o creencias más que por la noble razón
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Agradezco el comentario y la atención
Obviamente, no puedo opinar sobre el caso concreto sin conocerlo. Mucha suerte y espero que al final se haga Justicia
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