El Día D: Recuerda…


DSC_0004

El Dia D la Hora H. Todos tenemos nuestro particular Desembarco de Normandía. Ese día que marca un antes y un después en nuestras vidas, que nunca volverán a ser igual. Y, de vez en cuando, tenemos nuestro personal momento para recordar, como en Rebeca, eso de Anoche soñé que volvía a Manderley. Ese momento en que repasamos nuestro Diario de Noa y echamos la vista atrás para repasar lo que fue y, por qué no Lo que pudo haber sido y no fue. Volver. Que 20 años no es nada…

Mi particular Día de la Victoria tiene, como si de un presagio escénico se tratara, nombre de película, Nacida el 4 de Julio. Porque un 4 de Julio de un ya lejano año, en pleno fragor olímpico, gané mi propia medalla de oro. Esa que me daba derecho a montar mi vida tal como había previsto. O casi.

Aún recuerdo como si fuera ahora la Llamada. La que me hizo desde Madrid –por supuesto, con un teléfono fijo y público, que eso de los móviles ni soñarlo- un recién aprobado Médico forense que estaba en su período de prácticas en la Escuela Judicial, como entonces se llamaba. Por suerte, La Cabina no fue en ese caso presagio de un final terrible, como el de aquel José Luis López Vázquez que pobló de pesadillas la infancia de más de una – confieso que desde que vi aquella película, siempre me entraban sudores fríos al meterme en alguna-, sino todo lo contrario. Mi amigo forense me comunicaba que estaba en La Lista. Esa lista que culmina los sueños de las 150 personas que figurábamos en ella. Después de hacérselo repetir tropemil veces, conseguí creerlo. Y noté, con una certeza real, como el botón de stand by que estaba anclado en el magnetófono de mi vida por fin se soltaba dando entrada, por fín, al de play. Hoy, pasados más de veinte años, no puedo evitar recordar ese momento cada vez que me cruzo con aquel médico forense que hizo de Miguel Strogoff con un final feliz.

Aunque final, final, tampoco puede decirse que fuera. Aquello no era sino el principio de una existencia nueva, el pistoletazo de salida para empezar la carrera Con mi toga y mis tacones. Camina o Revienta

Como si fuera ayer mismo, recuerdo el frenesí de llamadas, desde el teléfono de mi casa a todos aquellos compañeros que estaban en el mismo caso. Tuvimos suerte, y todos estábamos incluídos en aquel listado mágico. Más arriba o más abajo, pero dentro. Precisamente, el día del cumpleaños de Una de los nuestros, que no pudo tener mejor regalo. Entre risas histéricas y llanto no menos histéricos, íbamos contando a todo aquel que quisiera oírlo –o que no-, la hazaña que habíamos culminado. Porque era eso, una verdadera hazaña. Habíamos escalado por el Everest y habíamos llegado a la cima. Algo cuya comprensión quizás solo esté al alcance de quien ha pasado por semejante trance, pero que es inigualable. Lo juro.

Atrás quedaban años de angustia, de nervios, momentos de bajón y muchísimas horas encerrados entre cuatro paredes, sin más perspectiva que el próximo cante –dos veces por semana, sin fallar llueva o haga sol- y el número de temas que íbamos a llevar. Llegar al preparador, hacerlo lo mejor posible y vuelta a empezar. Y así una semana tras otra, un mes tras otro, un año tras otro, en un eterno Día de la Marmota que parecía que nunca fuera a terminar.

  Atrás quedaban también las enfervorecidas consultas al BOE, en una biblioteca y pasando aquellas finísimas hojas de letra abigarrada, a la búsqueda de la ansiada convocatoria. Las llamadas a alguien de Madrid para que te dijeran cómo iban y cuándo te tocaba, los paseos por el Tribunal Supremo, las novenas de nuestras madres o nuestras abuelas, las promesas, los dedos cruzados hasta tener calambres, los amuletos y hasta las supersticiones.

Reconozco que me fui a examinarme con una imagen de San Pancracio que me regaló una tía mía, de un palmo de alto y con perejil incluido. Y que tuve el cuajo suficiente para colocarlo encima de la mesa, ante la estupefacción no solo de mis compañeros sino de los encargados de cuidarnos en aquel primer examen escrito. Pero no se atrevieron a decir nada, aunque aun deben recordar a aquella loca que andaba con un San Pancracio de un palmo de alto, perejil incluido. Y por cierto, la misma tía que me lo regaló entonces, apareció en mi casa aquel 4 de Julio con un precioso regalo: unas puñetas de bolillos restauradas del ajuar de su abuela. Aunque aun tardaría en ascender, las guardé y me han acompañado hasta hace bien poco. Y no solo eso, fueron hasta portada de un libro, como conté en el estreno a ellas dedicado. Hoy esas puñetas, vueltas a restaurar, están cuidadosamente guardadas para volver a ser protagonistas en cualquier momento. Mientras, luzco otras, no menos bonitas ni menos queridas, regalo de una buena amiga y de un enorme valor sentimental.

También recuerdo como si fuera ahora la cara de otro de mis compañeros, que se cantó sus temas el día anterior a mí, y que se marchó cariacontecido porque el ujier dijo, al final de la sesión, que no había aprobado nadie. Sin saber que el funcionario en cuestión no leyó bien y que su nombre estaba escrito en el tablón. Había aprobado aquel segundo examen y, aunque apenas lo conocía, no dudé un momento en recorrer los pasillos del Tribunal Supremo gritándole la buena nueva. Un momento inolvidable para ambos. Tanto que fue la anécdota que él escogió para contar en la fiesta que hicimos para conmemorar los veinte años de nuestra promoción.

Mi madre se gastó una pequeño fortuna en Moet Chandon para celebrarlo con la familia. Hasta entonces, nunca lo había probado. Y aun hoy, cada vez que veo una botella o tengo una copa de champán, revivo en mi garganta el gusto de aquel día.

Hace ya mucho tiempo y, echando la vista atrás, puedo decir que valió la pena, y que sigue valiéndola. Que, aunque nos quejemos o nos veamos a veces invadidos por el desánimo, compensaba y sigue compensando. Y espero que lo siga haciendo mucho tiempo más. Por eso el aplauso lo dedico hoy a todos los que me acompañaron en ese viaje. Y especialmente, cómo no, a mi padre, que no pudo llegar a vivir ese día, aunque estoy segura que se tomó su copa de champán allá donde estuviera, y brindó con nosotros. Y me atrevería a decir que todavía escucho a veces el tintineo de su copa brindando cuando me pongo la toga subida a mis tacones.

6 comentarios en “El Día D: Recuerda…

  1. Pingback: Gafes: lagarto, lagarto | Con mi toga y mis tacones

  2. Pingback: Bodas de plata: tal como éramos | Con mi toga y mis tacones

  3. Pingback: Neuras: el síndrome de la panadería | Con mi toga y mis tacones

Deja un comentario