Todos lo hemos vivido alguna vez. Si hay un fantasma que se presenta sin previo aviso y juega a ahogarnos entre sus cadenas, no nos llevemos a engaño. No es El Fantasma de la Opera ni el encantador Casper, ni los que agobiaban al niño de El Sexto Sentido o salían de la tele para llevarse a la Carolyn de Poltergeist. Es la impotencia, que aparece en el momento menos pensado e invade nuestras vidas con una fuerza que intenta desbordarnos. Y no hay Ghostbusters que nos puedan quitar esa sombra de encima.
No dudo ni por un momento lo mal que debían sentirse los artistas en un tiempo no tan lejano, cuando las tijeras de un censor daban al traste con todo aquello que querían decir. Aquel contumaz regodeo de la concupiscencia del que hablaba el cura de La Corte del Faraón, y por el que había que pasar sin remedio. También debe doler sobremanera al genio del artista la falta de dinero o, en su caso, de financiación, para llevar a la práctica esa gran idea que acabará durmiendo el sueño de los justos si el vil metal no aparece.
Y de eso sabemos un rato en nuestro teatro. La impotencia se instala en los huecos de nuestras togas y pugna por expandirse y quedarse adentro a vivir. Y, como todos los intrusos, llega cuando nadie la espera, aunque nos resistamos, y por múltiples razones.
A veces, simplemente nos pasa como a esos artistas talentosos pero más pobres que una rata de los que hablábamos. Quisiéramos hacer miles de cosas, luchar contra los malos como soñábamos desde niños, y no siempre podemos. ¿Cómo vamos a poder, si se empeñan en ponérnoslo difícil? Porque que me explique alguien cómo enfrentarse a tremas complicadísimos de ingenieria financiera, de mafias o de grupos organizados sin más medio que un ordenador que a veces se rebela, y el imprescindible boli bic, y el taco de posits, si hay suerte y los hay. ¿Cómo afrontar asuntos de cientos de investigados, y miles de miles de euros con unos medios materiales y personales como los que tenemos.? Pues eso, haríamos muchas cosas, pero no siempre se puede. Aunque se intenta, que nadie se crea, que hay más Quijotes con toga por metro cuadrado de lo que nadie se podría imaginar.
Otras veces es la propia ley la que se nos planta con los brazos en jarras y nos trae la impotencia de su mano. Supuestos en que ya no se puede perseguir un delito porque haya prescrito, porque han desaparecido las pruebas o porque por una u otra razón se han declarado nulas. La famosa fruta del árbol envenenado que nos deja el sabor amargo de la manzana de Blancanieves. La impotencia de saber que se ha cometido un delito y no poder probarlo. Y no poder siquiera hacer como el cazador del cuento, que no mató a la princesa y engañó a la madrastra haciéndole creer que sí lo hizo. Nosotros no tenemos un corazón de repuesto para poder usar ante la malvada reina.
Pero hay otro tipo de impotencia peor, si cabe. La que se siente ante el presunto culpable al que hemos de dejar en libertad por falta de pruebas mientras su víctima sigue sintiendo el miedo en la garganta. Un miedo contagioso, que se nos pega a la piel y nos acompaña en sueños, y ante el que tenemos difícil escapatoria. En ocasiones veo muertos… ¿Cómo explicarle a una víctima de un delito sexual, a una mujer maltratada o a una madre que ha perdido a su hijo que no podemos seguir adelante? ¿Cómo conjugar ese dolor si apenas podemos soportar el nuestro propio? Habrá quien diga que son gajes del oficio, pero son esos momentos en los que una piensa que malditos gajes y maldito oficio.
Y si hay algo que instala la impotencia en el disco duro de nuestros cerebros y, lo que es peor, en el centro mismo de nuestros sentimientos, es el silencio de una víctima para declarar contra su agresor, si éste es su pareja, -o su hijo, o su padre-. Algo que la ley permite y que nadie se ha decidido a cambiar, por más que se ha demandado por activa y por pasiva. Y que sabemos que puede determinar un resultado nefasto para esa propia víctima. Se hace lo que se puede, pero en contra de la voluntad de ella es difícil llevar a buen puerto la nave del proceso. Y son esos momentos en que una marcha a casa con los dedos cruzados y sigue manteniéndolos así hasta que no los siente a costa de calambres. Que no le pase nada. ¿Quién no se ha quedado pensándolo más de una vez, quien no ha pasado una noche en vela por eso? Y nos sigue pasando, por más que el tiempo y la veteranía añadan muescas a nuestras togas. Aunque peor sería si no nos pasara…
Por eso, el aplauso de hoy va dedicado a todos los que siguen sintiendo la impotencia de no hacer todo lo que quisieran. Porque ahí está la espita que abre el grifo para seguir intentándolo. Y, aunque no siempre querer es poder, siempre se puede intentar Lo imposible. Y, a veces, se consigue.
Hay más impotencias. Cuando a alguien se le coarta su libertad de expresión y se ve solo, a pesar de pedir ayuda y ve como el corporativismo se impone…
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