Valientes hay en muchos sitios. En el mundo del espectáculo y fuera de él. Súper héroes y súper heroínas, grandes y pequeños. Algunos, bien visibles en películas y obras de teatro, esos que visten capa y hasta llevan los calzoncillos por fuera de la ropa –cosa absurda donde las haya, por cierto-. Y otros y otra, con pequeños gestas que nadie ve pero que valen mucho más. Héroes.
El artista de verdad es valiente. El arte es cultura, es educación, y la educación, como dijo Mandela, es el arma más poderosa para cambiar el mundo. Invictus. Quizás por eso han pagado a veces tan caro defenderlo. El tiro en la frente en Ay Carmela, el final de El Club de los Poetas Muertos, el de Rebeldes del Swing y tantos otros. El riesgo que atraviesa ese padre de La Vida Es Bella para expandir la vida de la música en la muerte de un campo de concetración. Pequeños y grandes valientes, que nada tiene que ver con Superman o con La Mujer Maravilla pero son mucho más supermaravillosos. Como todos esos Héroes, anónimos o no, que salvan vidas día a día.
Pero nosotros también tenemos los nuestros. Actores principales y secundarios que dan día a día lecciones de valentía. Con toga y sin toga, con tacones y sin ellos. Y en ocasiones no los distinguimos aunque los tengamos en las propias narices.
Más de una vez me han preguntado si no sentimos miedo. Si al pedir un montón de años de prisión para un asesino, si al acusar o condenar a alguien poderoso o desmontar una red de tráfico de drogas o una mafia de trata de personas o cualquier otra cosa deleznable no tememos represalias. Y por supuesto, en ocasiones hay un punto de miedo. O más, mayor cuanto más alto se dispara, como, por razones obvias, debe ocurrir a los compañeros de la Audiencia Nacional. Pero las más de las veces, no pasa nada. Por fortuna. Y no vivimos nuestra profesión con miedo. Quizás porque la amamos, pero también porque no es tan fiero el león como lo pintan y eso de que vayan a buscar al juez, al fiscal, al abogado o al policía que hizo que alguien acabara con sus huesos en la cárcel es cosa de películas. No somos Los Angeles de Charlie. Ni ganas tampoco, aunque confieso que en mi infancia hubiera matado por ser una de ellas.
Pero hay héroes y heroínas que no siempre se ven, y que, sin toga y sin saber de leyes, dan sentido a la Justicia. Con mayúsculas. Empleados –o empleadas- públicos que se lo juegan todo al denunciar la corrupción de quienes les rodean en vez de sucumbir a ella o guardar un cómodo silencio, quienes intervienen en mitad de una agresión para impedirla, aunque acaben recibiendo ellos mismos, quienes destapan fraudes grandes o pequeños, o quienes persiguen al atracador jugándose su propia integridad. Más de los que parecen. Recuerdo no hace mucho que me robaron el bolso por la calle, y a mis gritos acudieron tantas personas que entre todas consiguieron reducir al atracador y recuperar mis pertenencias. Personas a las que jamás había visto y a las que no he vuelto a ver pero que no dudaron un momento. Y que no salen en ninguna película ni nadie habla de ellos.
También hay personas admirables que vemos día a día sin darnos cuenta de su enorme valor. Un valor que no conocen ni ellas mismas. Me refiero a esas valientes que se sobrepusieron a su miedo y denunciaron a quien las maltrataba. A esas que tuvieron que dar en un día la vuelta a su vida como un calcetín, y contarnos una y otra vez un suplicio que ni siquiera eran capaces de reconocer ante ellas mismas, que se tienen que enfrentar a la incomprensión y a una inexplicable vergüenza, que tienen que escuchar a gente que dice que se pretenden aprovechar de la ley, y que tienen que soportar, además, las presiones para retirar la denuncia incluso de su propia familia. A ésas que miran hacia delante aunque el miedo las atenace por dentro. Porque no solo tienen la heroicidad de un hecho, sino que viven en continuo estado de valentía. Y no solo porque con ello se salvan a ellas y a sus hijos, si los tienen, sino porque con su decisión alientan a otras a que también lo hagan, salvando más vidas de las que creen.
Créanme si les digo que son heroínas. Y son heroínas en un mundo donde hay hay mujeres que siguen diciendo que prefieren ser apalizadas para que sus hijo sigan comiendo del sueldo de su torturador. Frase que he oído, por desgracia, no una vez ni dos.
Por eso hoy mi aplauso va para todos esos héroes anónimos. Y especialmente para ellas, que ni siquiera son conscientes de su valentía.
Y para una en especial, a la que dedico este estreno. Ella ya sabe quién es, y con eso me basta. Porque ella son todas. Gracias por enseñarme tanto.
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