El mundo del espectáculo es supersticioso. O tiene, al menos, fama de serlo. De hecho, una de sus supersticiones más comunes, la creencia de que el color amarillo es gafe, dicen que procede de que ése era el color que vestía Molière en la representación de El Enfermo Imaginario donde murió, y lo bien cierto es que la creencia de que ese color da mala suerte ha traspasado las tablas del escenario y se tiene por un lugar común en muchos ámbitos. Casi nadie se enfrentaría a un momento importante de su vida vestido de ese color, y, de hacerlo, seguro que hay alguien que le mira cruzando los dedos y diciendo eso de “lagarto, lagarto..” Se evita, aunque solo sea por si acaso. Aquello de las meigas: yo no creo en ellas, pero haberlas, haylas.
El Gafe -título de una vieja película española- es una personaje recurrente en todos los ámbitos y reuniones. Esa persona a la que alguien -con razón o sin ella- le colgó el sambenito de que atraía a la mala suerte. Y a partir de ahí, solo queda alimentar la leyenda, y achacar al pobre al que le cayó encima el estigma todos los males del universo. Que si rebuscamos, seguro que algo tuvo que ver en el asesinato de Kennedy o en la muerte de Manolete. Recuerdo a un cantante español que de pequeña me llamaba poderosamente la atención por la cantidad de dientes que le cabían en la boca que cargaba con esa fama allá donde fuera. No sé qué habrá sido de él aunque, por si las moscas, no escribiré su nombre. Pero quizá la llegada de otros cantantes que han superado con creces su puesto a la cola de Eurovisión debería redimirle. O no.
Y, por supuesto, también en nuestro teatro tenemos nuestros gafes. Reales o imaginarios, grandes o pequeños, todos hemos caído en ese ritual de cuidar los pequeños detalles, no vaya a ser que pase algo. Salvo que tengamos a mano el amuleto mágico, el antídoto contra el mal de ojo, o mejor, el mal de toga en nuestro caso.
Confieso que en su día, mi entonces novio y también opositor, llegó a considerarme gafe. Y, después de un par de experiencias fallidas en las que le acompañé a examinarse, decidió que a la siguiente iría sin mí. Ni me atreví a rechistar, y me quedé en casita esperando los resultados que, mira por dónde, esta vez fueron buenos. Estoy segura que mi ausencia no influyó en absoluto, pero nunca llegaremos a saber que habría pasado de obcecarme en ir, aunque hubiera sido con una ristra de ajos colgada del cuello para contrarrestar el mal fario a modo de amuleto.
Y, si de amuletos se trata, también podría escribir un tratado toguitaconado. O mejor, pretoguitaconado. Ya hable del San pancracio que me acompañó en los exámenes, como otros llevaban a Santa Rita Santa Gema o San Nicolás, hasta el punto que un compañero dijo que incluso podía oír a toda la corte celestial pelándose por ver a quién ayudaba más, en función de las promesas que opositores y familiares les habían hecho. Pero la cosa se pone algo más peliaguda cuando el amuleto en cuestión es una prenda de ropa, más aún si entre un examen y otro cambia la estación y la temperatura. Recuerdo a otro de mis compañeros emperrado en llevar a los exámenes escritos su jersey de la suerte. Un suéter primaveral -de los que llamamos de entretiempo- ideal para la bonanza climatológica de mi tierra, pero que casaba mal con un examen en enero, en Zaragoza, a unos cuantos grados bajo cero. Pero ¿quién dijo miedo?. Mi compañero se fue con su jersey de hilo, aterido porque nos obligaron a quitarnos el abrigo -no vaya a ser que lleváramos “chuletas”, que entonces nada de pinglanillos- e hizo su examen. Salió triunfante, si así se puede considerar a quien acaba el día con un aprobado y una pulmonía. Pero ahí sigue, con su toga aunque sin tacones y la salud restablecida.
También tenemos nuestros gafes particulares. ¿Quién no ha experimentado que jueces o funcionarios digan que tal o cuál fiscal le da suerte en las guardias, o que se lamenten de que venga tal otro porque atrae las desgracias? Y otro tanto cabe decir de los que pensarán de abogados, o éstos de nosotros. Reconozco que yo también tengo mi top ten de profesionales que traen buena o mala suerte, aunque nunca desvelaré el secreto no vaya a ser que los hados se enfaden y me echen mal de ojo. Y eso sí que no.
Pero además de estos existen otros gafes. Unos que apuntan más alto. Y a los que tal vez estamos culpando injustamente del estado de la justicia. Porque quizás, el hecho de que haya juzgados que se caen a pedazos, o que el trabajo entre a cascoporro, o que los ordenadores se empeñen en no funcionar y el maldito lexnet se ande cayendo cada dos por tres se deba a eso, a un gafe. Al mismo que impide que se creen plazas, o que hizo que desaparecieran un montón de sustitutos al grito de abradacabra. Ese que ha hecho que, de repente, fiscales y LAJs anden a la greña por un quién se come el marrón de las revisiones de nada. Un gafe. O probablemente más de uno. Solo es cuestión de dar con ellos.
Pero, mientras tanto, seguiremos peleando contra los elementos, y los gafes. Grandes o pequeño, reales o irreales. No vaya ser que cambien el color de las togas al amarillo y la liemos más. Lagarto, lagarto… Y, por descontado, sin olvidar el aplauso de hoy. Que va para quienes con el amuleto del trabajo y el esfuerzo consiguen cada día conjurar la mala suerte de unos medios precarios. Nada más y nada menos.
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