Complejidad: contorsionismo jurídico


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Cualquiera sabría responder a la pregunta de qué es algo complejo. Algo complicado, difícil de llevar a la práctica o de laboriosa ejecución. Blanco y en botella, leche. Algo que en mundo del espectáculo abunda, y que consigue que una mujer de treinta años parezca de sesenta, que cuatro paredes emulen a la galaxia sideral o que, como antaño, el desierto de Almería se convierta en el salvaje Oeste. La magia del cine, vaya. Y esa varita mágica que consigue que lo difícil parezca fácil y lo imposible posible. Precisamente ahí radica el mérito de un verdadero artista: en hacer que resulte natural lo que naturalmente no lo es. Como la contorsionista que se dobla en posiciones inverosímiles hasta conseguir coger una copa con el dedo meñique del pie izquierdo por encima de la cabeza mientras sonríe sin perder la compostura.

Y en nuestro teatro de la Justicia, aunque no tenemos varita mágica ni nada parecido, también han decidido que nos tengamos que dedicar al contorsionismo. Aunque eso sí, ya llevamos bastante tiempo de entrenamiento. Que no en balde damos palmas con las orejas cada vez que nos hacemos con un taco de posits del tamaño deseado o con una grapadora que haga juego con las grapas que nos han proporcionado. Es lo que tiene vivir Al filo de lo Imposible.

Pero, por si no tuviéramos bastante por andar haciendo día tras día triples mortales carpados con toga y tacones, o sin ellos, el legislador, cual director de pista empeñado en conseguir espectadores a toda costa, nos obliga al Más difícil todavía. Como en las mejores escenas de El Mayor Espectáculo del Mundo.

Y así, cual si de prestidigitador se tratara, se ha sacado de la manga esa reforma que nos trae a vueltas un día sí y otro también. La dichosa reforma de la ley de enjuiciamiento criminal, que pretende que hagamos en seis meses lo que no nos da medios para hacer en el doble de tiempo. Y con un tiempo de entrenamiento –vacatio legis, se llama en nuestro mundo- de apenas dos meses. Así que el pasado diciembre entró en vigor la reformita de marras, a pesar de que el propio legislador estaba a punto de dejar de serlo, urnas mediante. Y por supuesto, a hacer las piruetas arriba del trapecio y sin red, por eso se cuidó muy mucho de disposicionadicionar la ley estableciendo que nada de dotación económica. A ver qué nos hemos creído.

Pero eso sí. La ley venía con su varita mágica incorporada, que no es otra que esa cosa que ha dado en llamar “complejidad”. Se declara una causa compleja y tachán, aparecen hasta dieciocho meses nuevecitos, por estrenar, para que podamos seguir haciendo contorsionismo jurídico con una bomba con temporizador adosada.

Pero la complejidad es más compleja de lo que parece. Porque, además de unos cuantos casos expresamente previstos, como la pendencia de una prueba pericial compleja o la existencia de diligencias a practicar en el extranjero, nos deja una cláusula abierta para que metamos allí lo que podamos, quepa o no quepa. Y la caja de sorpresas tiene muelle y payaso, y pronto va a salir de ella para hacernos burla. Y es que lo complejo no es lo que tarda en practicarse, sino lo que resulta difícil. Y no se debería utilizar como un cajón de sastre, porque el día menos pensado nos llevamos una sorpresa. ¿Podemos considerar compleja una causa porque un gabinete psicosocial tenga una lista de espera de ocho meses, o porque un sencillo análisis de sustancia se ponga en el furgón de cola de las pericias a practicar en un saturado laboratorio? ¿Es compleja la búsqueda de un testigo qaue no sabemos si ha ido a Burgos o a la casa de okupas de la esquina? Pues sí y no, pero lo realmente complejo es conseguir hacer milagros cuando no hemos estudiado las oposiciones a santo. Y eso no es complejidad, es una insensatez.

Mientras tanto, alguien aventura una solución. Una pócima mágica que podría desfacer el entuerto. Eso que llamamos esepear (de SP: sobreseimiento provisional) y que consiste en dejar las cosas en el congelador del archivo para descongelarlas cuando sea el momento de hincarles el diente. O sea, cuando la prueba esperada se pueda practicar. No dudo de lo ingenioso de la solución, pero algo me falla. Además del pequeño detalle de que sería un fraude de ley, de esos de forzar la norma para una finalidad no pretendida, chocaríamos con un escollo importante: las medidas cautelares, esas cautelas que se adoptan para asegurar el éxito de la investigación, la celebración del juicio o, lo que es más importante, la seguridad de la víctima.

¿Exagero? Tal vez. Pero que alguien explique a una mujer que denuncia un maltrato que su orden de protección puede quedar en nada a los seis meses si no hemos encontrado a ese testigo que vio cómo su pareja le daba una paliza. Que, o guardamos su procedimiento en la nevera, y sus medidas de protección quedan en nada, o nos arriesgamos a tirar para adelante como los de Alicante sin esa prueba que podría marcar el estrecho límite entre la absolución y la condena.

Y otro tanto cabe decir de otras medidas, como la prisión preventiva del presunto culpable, la retirada del pasaporte para evitar que se fugue, o la intervención de sus bienes para impedir que los haga desaparecer. Ahí es nada.

Y por si parece poco, no olvidemos que esa varita mágica llamada complejidad tampoco es infalible. Como los yogures, caduca, aunque sean de los que se conservan más tiempo sin nevera.

Pero mientras tanto, el tiempo pasa. Y, si nadie lo remedia, podríamos ver al trapecista en que nos han convertido tropezarse estrepitosamente desde lo alto del trapecio, y estrellarse contra el suelo de la impunidad o de algo peor, la vida de una víctima. Y eso a la vista del público. Y por más que el pobre trapecista se contorsione hasta que los huesos le crujan y los músculos se partan porque no den más de sí.

Así que hoy el aplauso se queda tan congelado como nos dejan a todos. Conteniendo la respiración mientras en la pista se oye el redoble de tambores. Y contorsionándonos mientras. Hasta que el cuerpo aguante

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