
Los recuerdos forman parte de la vida y conforman nuestra memoria. Y su contrario, el olvido también. El género de los diarios o memorias es muy utilizado, tanto en el cine como en la literatura, algo así como e autorretrato en la pintura. Son muchos los títulos que recurren a ello: Memorias e una Geisha, Diario de Noa, entre otro muchos y, por supuesto, el Diario de Ana Frank.
En nuestro teatro tanto la memoria como el olvido tienen su traducción jurídica. Además de los olvidos en los que, personalmente, incurrimos sus intérpretes, algunos motivos de hilaridad y otros exactamente de lo contrario, y a los que ya dedicamos un estreno en su día. Un estreno que hacía referencia, además, a un recuerdo de la infancia de toda una generación, el del niño que olvidaba los Donuts al ir al colegio y luego la cartera al grito de “Anda, la cartera”.
En Derecho, la memoria tiene su vertiente jurídica en la regulación de la Memoria democrática, lo que en su día se llamó Memoria histórica y que pretende, precisamente, que no caigan en el olvido las historias de aquellas personas que fueron tratadas injustamente, que fueron victimas de un régimen injusto cuyas consecuencias sufrieron ellas y sus familias. Son historias como las que contaba en el cuento dedicado a El enterrador, basado en un hecho real, o en Salvar al soldado Peris, pura ficción que podría haber sido realidad, o incluso en la reciente Un okupa en el panteón, que mezcla una y otra época en un intento de jugara a la memoria desde la desmemoria.
La Memoria democrática ha sido objeto de reciente regulación por la ley de 2022 en la que, entre otras cosas, se crea la Fiscalía de Derechos Humanos y Memoria democrática. Aunque se ha criticado el hecho de que la mayor parte de delitos que se pudieran conocer están prescritos y, además, no cuentan con un autor vivo contra e que dirigir la persecución penal, la cosa va más allá de eso. Se trata del derecho a preservar la dignidad e las victimas y sus sucesores, a través del reconocimiento de esa condición de víctimas. No basta con pasar página, por cuanto que eso puede suponer cerrar heridas en falso. Ya reza un dicho que “Aquellos que no pueden recordar su pasado están condenados a repetirlo”, frase tan conocida como desconocido su autor, George Santayana, filósofo madrileño profesor en Harvard. En una terrible y triste paradoja del destino esta frase estaba escrita en la entrada el bloque número 4 del campo de exterminio de Auschwitz. Precisamente, un lugar de infausto recuerdo dedicado ahora a la memoria de sus víctimas.
En esta misma línea, no está de más recordar otra frase memorable, atribuida en este caso a Cicerón, según la cual “Si ignoras lo que ocurrió antes de que tu nacieras, siempre serás un niño”. Una cita que convendría tener presente de vez en cuando, sobre todo para evitar ese riesgo de infantilización de sociedades donde lo tenemos casi todo hecho.
Aunque tal vez los peores olvidos, no estrictamente jurídicos, pero sí con considerables efectos en las vidas toguitaconadas, son los lapsus que sufrimos en exámenes. El fantasma del “quedarse en blanco” es la peor pesadilla de un opositor. Aunque quedarse en blanco a la hora de hacer un informe en sala le anda a la zaga. El famoso efecto “trágame tierra” sin que la tierra nos haga caso jamás. Al menos, que yo sepa.
Al otro lado del espejo, tenemos el derecho al olvido. Se trata de un derecho de nuevo cuño, nacido, sobre todo, al amparo de la eclosión de Internet y consiste en la pretensión de que determinados datos que se publicaron en un pasado desaparezcan de los buscadores, de modo que ya no se asocien a la persona que pretende ejercitarlo. Puede tratarse de fotografías de esas que se cuelgan en redes y que luego causan vergüenza propia y ajena con solo mirarlas o cosas más serias.
Ya desde hace tiempo, se ha llamado a la reflexión a esos padres que publican todo lo que afecta a sus hijos que, cuando crecen, se abochornan de verse de esa guisa. Y es que a veces se hacen fotografías que no hay por donde cogerlas. Juro que más de una vez celebro que en mi infancia no existiera Internet, porque no quiero llegara a imaginarme lo que saldría por allí. Alguna ventaja tendrían que tener las canas.
Pero, como decía, hay casos más serios, y no siempre se resuelve a favor de este derecho sino de todo lo contrario. En estos días hemos sabido de dos casos de este tipo. Por un lado, el de una de las personas que participó en el proceso que condenó a muerte a Miguel Hernández, a cuyos descendientes se les niega la pretensión por entender que prima el interés público sobre ese derecho al olvido.
El otro caso es el de una persona que fue condenado en su día por un homicidio y que, una vez cumplida la condena, pretende la desaparición de toda referencia a su persona en relación con el delito cometido y la condena. Tampoco en este caso le dan la razón los tribunales, por cuanto que entienden que prevalece la libertad de expresión e información sobre el derecho al olvido.
Y con esto, me despido por hoy. Pero no me olvido del aplauso, que va esta vez dedicado a quienes saben conservar la memoria de aquello que merece ser recordado. Y viceversa, que no es poca cosa.