Hoy en Con Mi toga y Mis tacones traigo el cuento con el que gané el certamen Vila de Mislata en 2018
Espero que os guste
(Incluído en mi antología de relatos Remos de plomo)

Cuando la conocí, me costó creer que estuviera próxima a cumplir los cien años. Es cierto que sus ojos tenían esa opacidad que pintan las cataratas del tiempo, pero nada del mundo podía compararse al brillo de aquella mirada cuando hablaba. Y hablaba mucho, aunque no me cansaba de oirla. Con una voz suave y pausada, como si el tiempo se hubiera detenido en su garganta para siempre.
No me fue difícil concertar la entrevista. Me sorprendió que una mujer de esa edad se aviniera tan pronto a concedérmela, pero enseguida conocí la razón. Me dijo que, por fin, contaría todo lo que llevaba ocultando tanto tiempo. Y añadió que quizás yo podría ayudarla a rellenar esos huecos que el miedo, disfrazado de prudencia, le habían hurtado. Y yo no pude hacer otra cosa que aceptar el trato.
Cuando me mostró aquel soldadito de plomo maltrecho, no supe muy bien cómo reaccionar. Estaba viejo y descolorido, tenía la pintura desconchada en muchas partes, y le faltaba una de sus piernas. Por un instante, me trasladó a mi infancia y me recordó al soldadito de plomo del cuento, aquel que bebía los vientos por su bailarina. Rosa me miró y sonrió. Aunque no lo dijo, supe que ella también pensaba en él. Y noté como un hilo invisible cosía nuestras almas con puntadas que poco a poco se iban apretando más y más mientras el soldadito nos miraba agarrado a su fusil.
Pero su soldadito no siempre estuvo solo, ni cojo. Formaba parte de un escuadrón orgulloso y brillante que lucía en el comedor de la casa donde Rosa vivió todo su infancia, en su añorado barrio del Carmen de Valencia. Su padre lo tenía expuesto, junto con muchos otros de todas las épocas, en una estantería que limpiaba con esmero cada día. Nunca permitió a su madre ni a nadie que quitara el polvo o limpiara esa vitrina, su tesoro. Y ella y sus hermanos tenían absolutamente prohibido acercarse siquiera, y ni soñar con tocarlos. Se le nublaban los ojos al recordar a aquel hombre paciente y erudito, sacando brillo a cada uno de los soldaditos de su colección, colocándolos ordenadamente en sus regimientos y contemplando su obra con la satisfacción con que mira un padre a sus hijos triunfadores.
Aquel día de 1936, cuando su padre se despidió de ellos, no supieron que los soldaditos se quedaban huérfanos para siempre. Aunque, al pensar después en ello, aventuraba que tal vez su madre sí que lo supiera. Su cara triste parecía adivinar algo, aunque el hombre se empeñó en hablar de su marcha como si se tratara de un viaje de placer. Decía que no tardaría en volver, que lo haría en cuanto hubieran restaurado la legalidad y las cosas volvieran a su sitio. Unas palabras que Rosa no comprendió hasta pasado el tiempo, cuando al fin asumió que ya nada volvería a ser lo que era. Y estaba tan guapo, vestido como aquel soldadito que ella guardaba…
El tiempo fue pasando, y Rosa y sus hermanos sobrevivían como podían a una guerra que les era ajena. No entendían muy bien qué estaba pasando, ni por qué su madre tenía esa expresión tan rara. Cuando le preguntaban, solía repetir que había que esperar a que él volviera, que entonces todo aquello habría acabado por fin. Y siguieron esperando, confiados en las palabras de su madre.
Mientras tanto, la colección de soldaditos acumulaba polvo sobre polvo. El polvo de la casa, el polvo de la calle cuando el miedo les dejaba abrir las ventanas, y, sobre todo, el polvo de la pena de no tener con ellos a su dueño. Su madre nunca osó desobedecer a su marido, y jamás se atrevió a limpiar aquella vitrina. Cuando una vez Rosa se ofreció a hacerlo, se enfureció. Le dijo que aquello no lo tocaría jamás alguien que no fuera él, y que pronto volvería y podría hacerlo. Pero pasaba el tiempo y no regresaba. Su madre les leía cartas que él mandaba, y Rosa se lo imaginaba con su bonito uniforme de soldado escribiendo aquellas preciosas cartas, en que les recordaba que pronto estaría allí y volvería a cuidar de ellos, y también de su preciada vitrina. No fue hasta muchos años después que Rosa se enteró que él no escribió ninguna de esas cartas. Las cartas las escribía su madre para fingir ante sus hijos que todo estaba bien. Y, en el fondo, también para fingirlo ante sí misma.
Con los ojos empañados de lágrimas, Rosa recitó el párrafo final de la última de aquellas cartas, que había aprendido de memoria: “Queridos hijos, cuando leais esto es posible que todo haya terminado por fin. Cuidad mientras tanto de vuestra madre y de mis soldaditos, y no olvideis cuánto os quiero”. Se acostó durante muchas noches repitiéndose esas palabras, que quiso interpretar como el anuncio de un inminente regreso.
El tiempo seguía pasando, y nada hacía presagiar que se fuera a restaurar aquella legalidad de la que habló su padre. Los ojos de su madre se apagaban día a día, y los suyos también, mezcla de tristeza y del hambre que cada vez era más evidente, más fuerte y más feroz. Incluso, una vez, Rosa cogió uno de los soldaditos de su padre para tratar de cambiarlo por algo de comida. Su madre la sorprendió, y le dio la única bofetada que había recibido hasta entonces. Del golpe, el soldadito cayó al suelo y se rompió una de sus piernas. Y, aunque quisieron arreglarlo, no fue posible. Y su madre insistía en que lo haría él cuando volviera. Pero el soldadito pasó a la retaguardia por su herida de guerra, una herida que arrastraría para siempre en su cuerpo de plomo.
Y un día la guerra acabó, pero su padre no regresó. Nunca se supo nada del soldado Peris. Cuando Rosa le preguntó a su madre, recordando la despedida de él, si ya se había restaurado la legalidad, recibió el segundo y último bofetón de su vida. Con una expresión entre triste y enfadada, le dijo que jamás, por nada de este mundo, volviera a hablar de aquello. Y Rosa se quedó con su perpejlidad y su pena llenando los huecos que debería haber llenado la memoria de su padre. Jamás volvieron a hablar de aquello hasta muchos años después, cuando supo que aquellas cartas nunca fueron escritas por su padre.
En aquel año de 1939, recién terminada la guerra, hombres vestidos de soldados fueron en muchas ocasiones a su casa. Pero su uniforme no se parecía en nada a aquel tan bonito que llevaba su padre el día que lo vio por última vez. Ni la expresión de su cara, tampoco. Se dirigieron a la adorada vitrina de su padre y lo echaron todo por tierra sin contemplaciones. Rosa y su madre lloraban en silencio viendo aquel ultraje. Pero no se atrevieron a pronunciar palabra. Aquellos hombres uniformados comenzaron a gritar y hacer aspavientos al ver el escuadrón al que pertenecía el soldadito sin pierna. Y, con una violencia indesceptible, cogieron al ejército de plomo en un puñado y se llevaron a su madre por la fuerza. Regresó a casa al cabo de un par de días, pero nunca volvería a ser la misma.
Y ella jamás se atrevió a desvelarle su secreto. En el primer golpe a la vitrina, el soldadito sin pierna, que permanecía en precario equilibrio, cayó al otro lado, por la parte de detrás del sillón donde su padre en otro tiempo leía, y Rosa se apresuró a cogerlo. Lo escondió para siempre, como su tesoro más preciado, y nunca se lo dijo a nadie. Hasta hoy, que me recibió con él en la mano, haciéndome recordar mi infancia y al pobre soldadito de plomo del cuento.
Rosa me contó que nunca volvieron a saber de su padre. Que, aunque trató de indagar por su cuenta, su memoria se perdía en el camino a un frente al que no consta que llegara nunca. Lo más probable, según los pocos datos de que disponía, es que cayera en una emboscada y acabara, junto con otros compañeros, enterrado en una de tantas cunetas. Su madre se murió con la pena de no poder ser enterrada junto a su querido esposo, aunque nunca lloró en su presencia. Siempre decía que las lágrimas las derramaría sobre un ramo de flores cuando tuviera una tumba donde depositarlas. Y, tal vez por eso, nunca la vieron llorar.
No me atreví a interrumpirla. Y permanecimos un rato calladas, mirando a aquella figurita deslucida y sin pierna, el único superviviente de un tiempo feliz. Y al fin, me atreví a preguntarle por las cartas. Tal vez algo de lo que hubiera escrito su madre suplantando al padre ausente podría arrojar luz sobre la historia. Sabía que eran algo íntimo y doloroso, pero nos podrían ser tan útiles que no dudé en pedírselas.
Rosa se levantó, arrastrando consigo de pronto todos los años que llevaba encima, y se perdió por un momento a lo largo de un pasillo. Regresó al cabo de un rato que se me antojó eterno, portando entre los brazos una caja de cartón que alguna vez debió ser de color blanco, atada con un cordel.
Despacio, como si estuviera desenvolviendo un regalo muy frágil, desató el nudo y sacó varias cosas de su interior. Unas gafas con un cristal roto, el envoltorio de un paquete de cigarrillos, los restos de una flor irreconocible y una fotografía en blanco y negro de la boda de sus padres. Toda una vida en unos pocos recuerdos. Y, en el fondo, unos sobres amarillentos. Me confesó entonces que nunca había vuelto a leer aquellas cartas, que se quedó con el recuerdo de su madre leyéndolas una y otra vez en voz alta. Ni tan siquiera supo de la existencia de aquella caja hasta que su madre murió, y se vio obligada a vaciar la casa que había sido su hogar y que tanto echaba de menos.
Contuve el aliento. Iba a asistir a un momento especial en la vida de aquella mujer, tan íntimo que me sentía como una intrusa irrumpiendo en su vida. Levantó por un instante los ojos del fondo de la caja, y me dijo con la mirada que era bienvenida a sus recuerdos. Y noté físicamente como ese hilo invisible que nos unía se apretaba aún más.
Ahí estaban las cartas, sobre la mesa, después de tantos años. Con manos temblorosas, levantó la solapa de la primera de ellas y extrajo su precioso contenido, una cuartilla doblada en cuatro partes. La desplegó, y empezó a caer sobre el papel el torrente de lágrimas que jamás había derramado su madre. No dijo nada, y la extendió ante mis atónitos ojos. Era un papel en blanco. Un papel que no contenía ni una sola letra escrita. No era un error. El resto de cartas eran exactamente iguales. Un pliego vacío de letras, aunque lleno de tantas cosas a las que yo no tendría acceso jamás.
Yo tampoco podía dejar de llorar. Por Rosa, y también por mí. Lloré amargamente por aquella mujer que tuvo que inventar para sus hijos una realidad que hiciera soportable el dolor de la ausencia. Me sentí en deuda con ella, con Rosa, y con tantas otras personas a las que el destino y la sinrazón les quitó todo. Y estaba dispuesta a lo que fuera con tal de devolverle algo de todo aquello.
Ahora, Rosa, con su soldadito cojo en la mano, solo me hacía un ruego. Que ayudara al soldadito a fundirse, por fin, junto a su bailarina.
Y yo, sin dudarlo, se lo prometí. Y en ello sigo, mientras el soldadito, instalado en una vitrina sobre mi escritorio, juraría que me mira suplicante esperando a que cumpla mi promesa.
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