Si hay un tema que ha dado materia prima a nuestro cine, ésa es la Guerra Civil Española y sus consecuencias. El cine español del último medio siglo ha rememorado todo lo que no pudo hacer antes. Y hoy, por el día que es, 6 de agosto, me quedo con dos títulos, La Voz Dormida y Las Trece Rosas, de cuyo fusilamiento se cumple hoy años
Por eso, en homenaje a ellas y a todos los que quedan en cunetas y fosas comunes y por la memoria que a todos nos robaron y que muchos seguimos exigiendo recuperar, desde Con Mi Toga y Mis Tacones quiero hacerles este pequeño homenaje en forma de relato. Como dijo una de ellas, que la historia no borre sus nombres, ni los de tantas otras personas.
Como la vida es puro teatro, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. O no…
TRECE ROSAS BLANCAS
En cuanto oí el timbre del teléfono supe que algo andaba mal. No es que yo sea una lumbrera, ni que tenga esos pálpitos que tanto salen en las novelas, no. Era una sencilla cuestión de sentido común. Mi hija no había vuelto a casa, la hora era era intempestiva y sonaba el teléfono fijo. Blanco y en botella, leche. Así que sólo deseé con todas mis fuerzas que lo que quisiera que pasara fuera lo menos malo posible. Y descolgué el auricular mientras cruzaba los dedos.
Detenida. Eso era lo único con lo que me quedé de una insulsa conversación. Ponían en mi conocimiento que mi hija de dieciséis años estaba detenida junto a varios jóvenes más por participar en una manifestación ilegal. Me dijeron algo más, se refirieron a alteraciones del orden público, daños en el mobiliario urbano, desobediencia a agentes de la autoridad y una retahíla de cargos a los que ya no hice demasiado caso. Aunque sospechaba que algún día habría de pasar, mi conciencia de madre me estaba pegando martillazos sin parar.
Me vestí a toda prisa mientras le daba vueltas a cómo se lo contaría a su padre. Llevaba tiempo advirtiéndome de que no le metiera esas cosas en la cabeza a la niña, que era demasiado joven para meterse en política. Pero yo le quitaba importancia. Incluso me reía de él, diciéndole que a cualquier cosa le llamaba “meterse en política”. Y era lo que pensaba, la verdad. No veía qué tenía de revolucionario que unos cuantos críos salieran a la calle y se sentaran en el suelo en protesta por los recortes y la falta de medios en su instituto y en tantos otros. E incluso la alenté a que participara, diciéndole que todos debemos protestar en defensa de lo que consideramos justo.
Pero ahora me asaltaban las dudas. Tal vez su padre llevara razón y hubiera sido mejor dejar a la niña en su cómodo mundo, preocupada tan solo por tener el mejor teléfono móvil y la ropa más moderna, y dejarme de tonterías y de idealismos. Tal vez, incluso, debí llevarla a aquel carísimo colegio privado que me recomendaban en lugar de empeñarme en que fuera a un instituto público. Pero me era imposible. En cuanto venían a mi mente esas ideas, mis genes se rebelaban y me impedían dormir.
Así que agarré al toro por los cuernos, y me dispuse a contarle lo que pasaba al padre de la criatura. Sabía de antemano que me iba a reprochar aquellas conversaciones con nuestra hija acerca de mis ancestros. Me había dicho una y mil veces que aquello debería estar muerto y enterrado. Pero yo no pensaba lo mismo. Estaba orgullosa y quería transmitirle mi orgullo a mi hija, ahora que podría presumir de ello sin jugarse la vida. O eso era al menos lo que yo creía.
Fue cuando estrenaron aquella película, “Las Trece Rosas”, cuando vi la oportunidad de hablarle de su abuela, y no lo quise demorar más. Su avidez por conocer me espoleó y le conté lo que sabía, poca cosa, pero suficiente para despertar su conciencia como en un día no tan lejano despertó la mía.
Mi madre era una de tantas muchachas que habían estado en aquella prisión de Ventas Conocía bien a aquellas trece muchachas que un mal día fueron sacadas de allí para emprender un viaje del que jamás regresarían. Era muy buena amiga de varias de ellas, las más jóvenes, más cercanas a ella, que ostentaba el dudoso mérito de ser la prisionera de menor edad. Y es que era una niña cuando entró en aquella cárcel, mucho más niña de lo que era mi hija cuando me decidí a contárselo. Y, desde luego, muchísimo más de lo que era yo cuando llegué a conocer la verdad.
Mi madre se salvó de tener el mismo final que sus amigas, probablemente por sus pocos años, pero permaneció encerrada durante mucho tiempo. No obstante, una supuesta política aperturista del régimen hizo que saliera a tiempo de recomponer los pedazos de su vida y hasta tener una hija, aunque bastante tardía. El sufrimiento de todo aquel tiempo y el miedo que trataron de inocularle, unido a su afán de protegerme, hicieron que yo viviera en un mundo de mentiras y medias verdades hasta que exigí conocer su historia. Aun así, no me contó apenas nada más que los datos esenciales, que era una adolescente ilusionada por cambiar el mundo, que se unió a un grupo de chicas que organizaban actividades, que querían defender la república y hacían cosas tan perniciosas como asistir a reuniones informativas y organizar algunas fiestas. La pillaron con unas octavillas en el bolso, y a partir de ese momento empezó un calvario del que supe casi más por los libros que por ella misma. Creo que ella no quería recordar demasiado y cuando por fin hubiera querido, ya no era capaz de hacerlo. La edad y la enfermedad habían borrado todo aquello de su mente y sólo pude rellenar las lagunas con libros y películas.
Y mientras oía sin escuchar la filípica con que el padre de mi hija se estaba despachando, seguía preguntándome si había hecho bien, si no hubiera debido hacer como mi propia madre y ocultarle mientras fuera posible todas aquellas cosas.
Al llegar a comisaría, su cara me dio la respuesta. La niña estaba bien, aunque tenía una pequeña brecha en la frente que nadie quiso aclarar cómo se había producido. Nos la entregaron, tras firmar varios papeles donde nos citaban para que compareciera en el Juzgado de menores, y salimos de allí.
Cuando cruzamos la puerta de la calle, un grupo de jóvenes la recibieron con aplausos, al tiempo que seguían gritando exigiendo la libertad de los que todavía permanecían en aquellas dependencias. Mi hija nos miró y se fue junto a ellos, mientras su padre trataba de impedírselo diciéndonos si no habíamos tenido suficiente. Pero se quedó allí, mientras él y yo la esperábamos en casa sin dirigirnos la palabra entre nosotros.
Esta vez regresó sin contratiempos al cabo de unas horas, durante las cuales nos fue informando por mensajes de móvil de que todo iba bien.
Al día siguiente, fui a buscarla nada más levantarme, pero ella ya no estaba en su cama, y pensé que habría salido a hacer cualquier recado. Así que me dispuse a ir yo sola al sitio donde pensaba llevarla.
Al llegar, la sorpresa me dejó muda. Junto a aquella vieja tapia que tanto significaba, encontré a mi hija, de pie junto a la silla de ruedas de mi madre. Y, por primera vez en muchos años, el mundo real recuperó a aquella mujer que, sosteniendo una rosa banca en la mano, se abrazaba a su nieta diciéndole lo orgullosa que se sentía de ella.
Junto a la tapia quedaron otras trece rosas blancas, idénticas a la que ella tenía.
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