Deportes: togas en los estadios


                La práctica del deporte y todo lo que conlleva son un buen escenario para cualquier historia. El cine ha dado cumplida cuenta de ello en películas como Carros de fuego, Invictus, Evasión o victoria, entre otras muchas. Y es que no solo el deporte sino las historias que originan sus protagonistas y sus seguidores pueden tener mucha punta. Y a eso vamos.

                En nuestro teatro, más allá del deporte que practique cada cual -quien lo haga- y de esos deportes toguitaconados a los que ya dedicamos un estreno en su día, podría parecer que el deporte no tiene incidencia, ya que existen las sanciones en el terreno de juego y fuera de él y su propio Comité de competición. Incluso una de las figuras esenciales en el campo es el Juez de línea, del que más de una vez he tenido que explicar que nada tiene que ver con la carrera judicial, aunque parezca mentira. Pero como decía, solo lo parece. Y las apariencias engañan, como reza el refranero.

                El fútbol amateur ha dado para muchas anécdotas de las más jugosas, sobre todo en los extintos juicios de faltas y en sus sucesores, los delitos leves. Yo recuerdo dos de ellas, que viví en mis propias carnes.

                La primera sucedió hace muchos años, en uno de los más pequeños partidos judiciales de España, de esos que tenían -y tienen- un único juzgado. Me encontraba yo, con mi toga y mis tacones, presta a celebrar un juicio de faltas por una tangana donde el árbitro salió bastante malparado cuando nos encontramos con un problema enorme. En aquel juzgado, que no tenía Secretario judicial -hoy LAJ-, hacia sus funciones un oficial -hoy funcionario del cuerpo de gestión- habilitado para ello. Pues bien, cuál no sería mi sorpresa al descubrir que el juicio  en cuestión no solo tenía que suspenderse porque el oficial era nada menos que en entrenador de uno de los equipos, sino que no había quien le pudiera sustituir porque el otro de los funcionarios que podría realizar dichas labores tenía un hijo en el equipo contrario. Yo, como manda la prudencia, me hice gotica de agua -frase que tomo prestada a una amiga mía- porque el ambiente estaba caldeado en el propio juzgado. Nunca he sabido cómo acabó la cosa, porque ya me marché de aquel destino, pero me hubiera gustado conocer el desenlace. Al menos, que yo sepa, no corrió la sangre.

                La segunda fue también hace bastante tiempo, y también en el marco de un juicio de faltas. De nuevo el fútbol amateur y de nuevo un árbitro agredido. En este caso, nadie del juzgado tenía relación con los contendientes, pero el desarrollo tuvo su punto. El futbolista acusado de agredir al árbitro insistía en la injusticia del penalti pitado en el último minuto de un partido donde se jugaban el ascenso de categoría. Llegado  a ese punto, yo le pregunté que si fue en esa situación donde perdió los nervios -por decir algo- y le agredió, y me insistió que solo le recriminó. Entonces yo, tirando de ironía, le pregunté si él indignado ante la injusticia de un penalti que suponía no ascender pitado en el último minuto, puso los brazos en jarras y dijo educadamente “señor árbitro, creo que comete usted un error” y me contestó que exactamente, que parecía que yo hubiera estado allí. A la juez le dio un ataque de risa para cuyo disimulo tuvo que hacer un receso, y, una vez retomada la sesión la que casi se infarta soy yo misma al oír al angelito que, al pasar por mi lado, masculla “si usted hubiera visto el penalti, también le hubiera pegado”. Ni que decir tiene que la condena fue de las que hacen historia. Aunque seria más propio decir que fue de las que hacen afición.

                Pero no todo es tan pintoresco. El deporte, y en especial el fútbol, han dado lugar a la comisión de delitos graves como corrupción con compras y ventas de partidos, apuestas ilegales y hasta, si cruzamos nuestras fronteras, algún asesinato de un deportista en represalia por su actuación en un partido. Por no hablar de los asuntos referidos al dopaje, extendido a muchos otros deportes, como el ciclismo.

                De otra parte, muchas más veces de las que quisiéramos vemos noticias de gritos proferidos en los estadios que, si no entran de lleno en el delito de odio, que lo hacen en algunos casos, sí lo bordean. Ofender a jugadores por el color de su piel, arrojándole plátanos o imitando el sonido de los monos, son cosas que se siguen viendo, desgraciadamente, aunque la ley del deporte lo sancione con dureza cuando no lo hace directamente el Código Penal.

                Por desgracia, algunas personas utilizan la excusa del deporte, sobre todo del fútbol, para dejar correr sus peores instintos. Todo el mundo recuerda los terribles hechos que han acabado con la muerte de seguidores por la acción de los mal llamados hinchas, y las condenas que les cayeron por semejantes hechos. Y eso, desde luego, no es afición ni deporte sino barbarie pura y dura.

                Por último, no puedo dejar de referirme a las barbaridades machistas que se ven de cuando en cuando. Recuerdo el caso de una árbitra de basket de categorías infantiles a la que el público -fundamentalmente padres de los jugadores- le gritaban que se fuera a fregar a su casa. Cosas que están en las antípodas del espíritu deportivo pero que se siguen viendo en algunos estadios.

                Y hasta aquí, el partido de hoy. El aplauso, por supuesto, es para quienes se comportan con deportividad dentro y fuera de Toguilandia, lleven toga, pantalón corto, o mallas. Ese sí es el mejor de los récords.

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